En su relación con él se había consumado de forma definitiva el salto tantas veces anunciado. Ahora Hannes estaba inequívocamente de su lado. Había llamado a su puerta con timidez un par de veces vía SMS y le había ofrecido su ayuda… Y no, a Judith no le importaba que la visitara con asiduidad, no sólo porque en principio ya nada le importaba, tampoco sólo porque él prefería venir los fines de semana, cuando estaba mamá, a la que era capaz de neutralizar a la perfección, sino porque a ella, a Judith, su presencia le hacía muy bien como medicina alternativa.
Ella mucho no sabía de homeopatía, pero ¿acaso no se trataba de lograr la salud con pequeñas dosis de las sustancias activas que habían provocado la enfermedad? Pues bien, la voz de Hannes era exactamente la misma que la de aquel fenómeno surrealista que repetidas noches la había vuelto loca. Ahora que realmente la oía disertando ante mamá en la cocina sobre planificación espacial, estática, materiales de construcción y diseño de cafeteras eléctricas, los fantasmas de Judith se habían disipado y las cosas volvían a estar más o menos en su sitio. Además, el Hannes auténtico disponía de un léxico más variado que su doble fantasmal, que siempre se había limitado a meterle en la cabeza tres o cuatro frases trilladas.
En el trato con ella, la paciente, de todos los amigos y visitantes, él era con mucho el más eficiente y desenvuelto. Siempre estaba de buen humor, sabía adaptarse con facilidad a su complicado carácter, a la repentina alternancia de fases altas y bajas, de letargo y de vigilia. En el tono de su voz nunca había ni el más ligero reproche por el deplorable estado en que se hallaba, por lo difícil que era llegar a ella, por lo poco que podía dar de sí.
Mientras que Gerd y los demás hacían lo imposible por ocultar su desesperación ante la apatía de Judith y a menudo fracasaban, para Hannes parecía ser lo más normal del mundo. En efecto tomaba a Judith tal cual era, aunque no pudiera ser menos «ella misma». En su presencia, ella no se avergonzaba de su enfermedad ni se sentía culpable por tener que depender de la ayuda ajena. Cuando estaba él, empezaba a resignarse a su destino, no, más aún: empezaba a acostumbrarse.