Ni pensar en trabajar las siguientes semanas. Es más, ni pensar en casi nada. Judith sólo tenía que tomar sus psicofármacos por la mañana, al mediodía y por la noche, se lo debía a sus amigos en su calidad de tutores, a mamá, a la medicina convencional y tal vez un poco a sí misma. De las pastillas blancas, por lo general tomaba una más de lo previsto, en primer lugar, porque eran francamente diminutas, y en segundo lugar, porque sus lánguidas neuronas se sentían después como si tomaran un baño en un arroyo de montaña con una temperatura ambiente de cuarenta grados.
En lo sucesivo, una de las múltiples inactividades útiles en casa fueron las tres sesiones semanales con Arthur Schweighofer, un psicoterapeuta que le había conseguido Gerd, simpatiquísimo, relativamente guapo, que vestía informal y además era soltero. Era impresionante la paciencia que él tenía para hablar con Judith acerca de todo, no sólo de ella y de sus eventuales problemas, que de todos modos nadie era capaz de precisar. Si algún día llegaba a aflojarse o incluso a desatarse el nudo que tenía en el cerebro, cosa que de hecho era poco probable, a ella tal vez le apeteciera dar una pequeña vuelta al mundo en velero con Arthur, pues parecía un auténtico aventurero cuando se lo escuchaba hablar. Y eso era lo único que ella aún hacía con relativo placer y a menudo durante horas: escuchar.
Para que pudiera aguantar en casa, a más tardar al anochecer tenía que haber alguien presente. Al principio se iban turnando sus amigos. A Lara, por ejemplo, le venía bien el martes, porque era la noche de bolos de Valentin, y de todos modos estaba harta del olor a cerveza mezclada con aguardiente después de medianoche en la cama, así que dormía en casa de Judith y vigilaba sus voces, sin saberlo, claro está.
Todos los fines de semana, Judith podía contar con mamá. Entonces se incrementaba de forma automática su consumo de pastillas blancas. Es cierto que mamá trataba de tomarse su presencia como unas vacaciones en casa de su adorada hija, pero en la curvatura de su boca y en el ceñudo signo de exclamación de su frente siempre se adivinaba el reconocimiento de que había fallado en su educación, de que ahora, en lugar de la merecida jubilación, tenía que atender una aburrida tienda de lámparas y a una hija adulta loca.
Tan sólo durante unos pocos momentos al día Judith lograba poner en marcha su cerebro y analizar su situación. Entonces se aferraba a la exhortación de Jessica Reimann: debía llegar a la raíz de todos sus males, encontrar la punta del hilo para poder desatar el nudo. Pero enseguida se enmarañaba en la red de los recuerdos de la infancia y los síntomas de la adolescencia, interrumpía en el acto su búsqueda debido a un sobrecalentamiento de sus neuronas… y tomaba un baño en el arroyo de montaña.