Al cabo de dos semanas dijeron que podía dejar la clínica, porque en teoría su ataque tenía que haber remitido hacía tiempo y, de todos modos, en la práctica mandaban los medicamentos. Es probable que en realidad necesitaran camas libres para nuevos locos, pues, según es tradición, para el día de Todos los Santos siempre hay poco sitio en las unidades de agudos. Judith quería vetar su expulsión, pero Jessica Reimann se encontraba en un congreso de psiquiatría en los Alpes (no sólo los pacientes necesitan tomar el aire fresco de las montañas de cuando en cuando).
Durante el fin de semana dejaron que Judith disfrutara una vez más de comida y alojamiento en la clínica. El lunes, mamá fue a recogerla para llevarla a casa. ¿No había un psicópata estadounidense que para justificar su masacre alegó que no le gustaban los lunes? Por suerte, las fuertes pastillas —entre ellas, una nueva brigada blanca antidepresiones— se habían ajustado tan bien a ella que sólo percibió a su madre en forma suavizada, borrosa y también moderada en el tono de sufrimiento y compasión.
En casa, en aquellas inquietantes habitaciones que albergaban voces y ruidos, Judith se escondió al instante debajo de la manta del sofá. Mamá se ocupó un rato de aspirar, quitar y remover el polvo, luego le llevó a su hija una taza de infusión sin azúcar al sofá, en señal de lo mal que andaba, y planteó la muy legítima pregunta de cómo le iría.
Judith: —No lo sé, mamá. La verdad es que sólo estoy cansada.
Mamá: —No se te puede dejar sola en este estado.
Judith: —Sí que se puede, si lo único que quiero es dormir.
Mamá: —Necesitas alguien que te cuide.
Judith: —Sólo necesito alguien que me deje dormir.
Mamá: —Me vendré a vivir contigo.
Judith: —No digas esas cosas, ya sabes que estoy mentalmente desequilibrada.
Mamá: —Hoy me quedo aquí, y mañana seguimos hablando.
Judith: —Está bien, mamá, buenas noches.
Mamá: —Son las cuatro de la tarde, hija. ¿Estás soñando o qué?