3.

Desde que Hannes había velado su cama de enferma junto con su madre, ella ya no tenía miedo de él… sino de sí misma, lo cual no era mucho más agradable. Hannes sólo servía de pantalla de proyección de sus pensamientos enfermos, y si algún día él desaparecía definitivamente, es probable que ya acechara un digno sucesor a la vuelta de la esquina. Al parecer, lo que «fallaba» en su cabeza se había convertido en un nudo grande como un puño, que noche tras noche se hacía más apretado. ¿Cómo iba a volver al origen de su mal, al extremo del hilo que se había enredado, al comienzo del camino donde se había perdido?

Cuando mejor se sentía era siempre cuando la resignación ante su estado se transformaba en apatía, para lo cual, por fortuna, el personal sanitario disponía de todos los medios necesarios. Cuanto más se preocupaban los médicos y las enfermeras por la desfavorable evolución de su enfermedad, más se tranquilizaba ella. Pues eso significaba que podría permanecer más tiempo en la clínica. No conocía otra forma mejor de protegerse de sí misma.

Al cabo de unos días, volvió a recibir visitas en su pequeño apartamento blanco individual, cuyo austero interior era supervisado por un famélico filodendro: Gerd y todos los demás, que se empeñaban con inquebrantable voluntad en resucitar a la vieja Judith. Al menos cada vez representaban ese papel con más profesionalidad, y la paciente lo agradecía con una sonrisa que ojalá pareciera menos forzada de lo que se sentía.

Las noches en la clínica eran poco espectaculares. Al despertar, a Judith el sueño profundo siempre le parecía un poco artificial, pero al menos por ese medio se les había prescrito a las voces un silencio clínico general. Sólo la araña de cristal de Barcelona le vino a la memoria varias veces. Y en algún momento también recordó cómo se llamaba la cliente que parecía haberse hecho con aquel tesoro: Isabella Permason. ¿Por qué tenía la impresión de que ya había oído o leído antes ese nombre? Como de momento aquél era su último enigma, le agradaba pensar en él. Después siempre se alegraba un poco de seguir sin resolverlo. Porque en los breves momentos en que pensaba en Isabella Permason sentía que por lo menos aún seguía funcionando algo en su cabeza. Todo el resto era una paralización mental a un nivel bajo, no más alto que el colchón de su cama de enferma, la que habría preferido no abandonar nunca más.