La mesilla de noche color blancuzco pertenecía al mobiliario de una clínica psiquiátrica, y en la cama de al lado, por desgracia, estaba ella… La primera noción de Judith cuando volvió a poner los pies en el suelo de caucho fue tan abrumadora que prefirió volver a dormirse en el acto, obedeciendo al principio activo administrado por vía intravenosa.
Su segundo despertar, mucho más tarde, no fue ni bueno ni malo. Era otro mundo. Pero tal vez debería ir aceptando poco a poco que las cosas de ese otro mundo eran fatales y debería familiarizarse con ellas, en lugar de defenderse continuamente… Hannes. Sí, en efecto, ahí estaba sentado Hannes, con una sonrisa radiante gracias a sus dientes de un blanco sobrenatural heredados de su abuela, y haciéndole un guiño cómplice la despertó de su hibernación anticipada por medio de medicamentos. En favor de su presencia cabía alegar lo siguiente: él la protegía de mamá, que ya ocupaba su puesto en el Muro de las Lamentaciones y tan sólo esperaba a que Judith reaccionara de una vez.
—Hola, ¿qué haces TÚ aquí? —susurró Judith, afónica, tratando de dar a su cara una expresión emparentada con la sonrisa.
—Te he encontrado —dijo él, con un inoportuno deje de orgullo y fascinación.
—Hannes te ha recogido del suelo y te ha traído al hospital.
Ésa era la versión más pedestre de su madre.
Judith: —¿Pero por qué…?
—Pura casualidad —la interrumpió él, deseoso de aclarar el asunto cuanto antes.
Explicó que el domingo por la mañana había hablado por teléfono con Gerd y que él le había dicho que estaba preocupado porque la noche anterior, después de una «cena de lo más agradable, lástima que yo no haya podido estar», de repente ella se había puesto bastante mala y que no podía localizarla. Como él, Hannes, tenía unas gestiones que hacer cerca de la casa de Judith, le había propuesto a Gerd llamar al portero automático, por si era que ella no escuchaba el móvil. En la Märzstraße, a la altura del parque Reithofer, se había encontrado con una pequeña aglomeración de gente. Y en la acera había una mujer en cuclillas, que parecía necesitar ayuda y asistencia.
—Y eras tú —dijo Hannes, más encantado que horrorizado—. Así fue como te encontré.
Madre: —Hija, ¿qué haces…?
Judith: —Mamá, por favor, de verdad que no estoy de humor…
Madre: —Hija, andas corriendo semidesnuda por la calle, podrías haber cogido un resfriado…
—Ahora mismo nos vamos, Judith, y te dejamos en paz —la tranquilizó Hannes, y le puso la mano en el hombro a su madre—. Lo único que queríamos era que no estuvieras sola cuando te despertaras, porque has de saber que siempre tendrás a alguien cuando no te encuentres bien.
Sin ver a su madre, Judith sabía cómo era su mirada. Ya sólo por eso jamás habría podido amar a Hannes.
—Eres muy amable —dijo.
Él ya se había puesto de pie, había cogido del brazo a su madre y saludó con la mano izquierda como sólo él lo hacía: nunca parecía una despedida, siempre era como si dijera «bienvenido de nuevo».
A pesar de que se sentía como una mosca aturdida, estampada en la sábana por la luz blanca de neón, Judith quería comenzar de inmediato la ardua labor de reconstruir y ordenar los acontecimientos de las últimas horas, ¿o días?, ¿o semanas? Entonces apareció de improviso una grácil enfermera de gafillas redondas, verificó las cifras de medición de algunos valores internos y luego preparó una jeringa, cuyo contenido a Judith le era indiferente (y que probablemente tenía la capacidad de volverla más indiferente todavía).
—¿De dónde es usted? —susurró la paciente.
—De Filipinas —dijo la delicada mujer.
—Lástima que no podamos estar allí —murmuró Judith.
—¡Bah!, hace demasiado calor —replicó la enfermera—, aquí es mejor.