Por trabajos de limpieza del alcantarillado, la tienda de lámparas permaneció cerrada de jueves a lunes. El ambicioso objetivo de Judith era llegar ilesa al domingo, día en que Lukas le había avisado que vendría a tomar un café y una merienda (por cierto, por primera vez con «la familia», cosa que a ella le molestaba un poco). Su propósito fracasó la primera noche. Por desgracia, volvió a pasarla en vela pese a las pastillas. En vano había esperado los ruidos ahora familiares y la voz, con su estereotipada secuencia de palabras. Por la mañana estaba muerta de cansancio y completamente deprimida. ¿Es que ya no hablaba con ella el muy cobarde, ahora que poco a poco empezaba a adaptarse a su omnipresencia nocturna?
Aunque hacía tiempo que había borrado el número del móvil de él, conservaba en la memoria una pizarra decorada con rosas amarillas, donde estaban las cifras bien legibles. Por un buen rato nadie contestó, pero al fin él pronunció su nombre en el saludo del buzón de voz. Puesto que no tenía nada mejor que hacer, que estaba demasiado alterada para comer y demasiado débil para dormir, y que aún faltaban ciento veinte horas para que llegara Lukas, ella se puso a llamar cada dos minutos, esperando con creciente tensión el invariable saludo: «Éste es el contestador automático de…» —y entonces venía su voz—: «… Hannes Bergtaler». Algunas veces no podía evitar soltar sonoras carcajadas, luego volvía a temblar de rabia. Y por fin le dejó un mensaje, no, no se lo dejó, se lo gritó:
—¡Hola, soy yo! Sólo quería decirte una cosa: a mí nadie me toma por tonta. Sé muy bien que estás cerca y me vigilas. Pero ¿quieres que te diga algo? Ya no me molesta. Ya no puedes meterme miedo. ¡Así que déjate ver, cobarde! Y si no lo haces, te lo advierto: ¡voy a encontrarte, estés donde estés!
Después de la llamada, ya no podía aguantar más en casa. En la escalera se dio cuenta de que aún llevaba el pantalón del pijama y las pantuflas. ¡Cuidado, Judith, no cometas errores estúpidos! Dio media vuelta, dejó correr agua fría sobre sus sienes, dio unas gruesas pinceladas de color rojo oscuro a sus labios, se puso la ropa del día anterior, ocultó su cabeza abrumada bajo una gorra de lana violeta, salió del piso y cerró la puerta detrás de sí.
Al segundo intento logró salir al aire libre. La escasa luz neblinosa le escocía en los ojos, por lo que tuvo que protegerse con sus gafas de sol. En la calle, la gente hacía ruidos raros, se movía con extraña lentitud y parecía de mal humor. Al principio, Judith sólo sentía que la rehuían, luego que la hostigaban con agresiones abiertas. Los niños le clavaban los ojos y rivalizaban entre sí con muecas malvadas. Las mujeres se burlaban de su aspecto y la insultaban. Los hombres la miraban como si su mayor deseo fuese arrastrarla hasta el matorral más cercano, arrancarle la ropa y abalanzarse sobre ella.
En la parada del tranvía apareció por primera vez Hannes, pero cuando ella se acercó a él, resultó ser otro. ¡Qué cara de furia puso! Mejor ve al otro lado de la calle, Judith, allí estarás protegida, allí nadie podrá hacerte nada.
Los enemigos no se dormían, ellos también se pasaron al otro lado. Los enemigos siempre se cambian de lado, una vez aquí, otra vez allá. Pero tú eres más rápida, Judith, tú llevas el decisivo paso de ventaja. ¡Vamos, cariño, vuelve a cruzar al otro lado! ¿Hannes? Él quiso tenderle la mano, pero ella se echó hacia atrás. Era un desconocido. La miró con ojos centelleantes de ira.
—¿Me odias ahora? —preguntó ella.
¿Odiarte a ti? Amor, no sabes lo que dices. Los transeúntes la acosaban. Ella se defendía lo mejor que podía. Huyó al otro lado de la calle… y luego volvió a cruzar. Siempre en zigzag, así las serpientes venenosas nunca podrán atraparte. Cruza una vez más y te librarás de ellas. ¡Ten cuidado con los coches, que chirrían…! Demasiado tarde. Ya no podía echar a correr. Los enemigos se inclinaron sobre ella. Hannes estaba enfrente, haciendo señas. Estaba triste. Ella había vuelto a dejarlo plantado.
—Seguro que no nos perderemos de vista —dijo.
Seguro que no, amor.
Alguien le sujetaba la mano. Los otros guardaban silencio. ¿No te he dicho mil veces que tengas cuidado con los coches? Por fin una voz del pasado, de cuando era pequeña.