Chris poseía la masculina capacidad de quedarse dormido tres segundos después de un orgasmo y de acompañar con ronquidos aquella transición operada en un instante. Por suerte, los ronquidos pronto fueron disminuyendo hasta convertirse en una respiración sosegada. Judith, que estaba de espaldas, le apartó la mano inerte del pecho y se la colocó sobre el abdomen. De ese modo, el brazo de él haría las veces de cinturón de seguridad y la protegería hasta la madrugada.
Se concentró en pensar en cualquier cosa menos en Hannes, en la persona que estaba en la puerta y había hecho saltar la alarma. En algún momento debieron de cerrársele los ojos. Cuando tomó conciencia de ello, había vuelto aquel extraño tapiz sonoro, que parecía producido por chapas vibrantes. A continuación se oyeron susurros seguidos de siseos, al igual que la noche anterior. Y luego la voz inconfundible repitió las primeras palabras de su encuentro en el supermercado, esta vez en un tono muy suave, sólo audible para Judith, destinado exclusivamente a ella: «Este gentío, este gentío, este gentío». Ella se quedó quieta, inmóvil, respirando despacio. Sabía cuáles serían las próximas palabras. Estaba orgullosa de que él ya no pudiera engañarla, de haberle descubierto el juego.
Mientras escuchaba, movía los labios con aire burlón: «Disculpas de nuevo por el pisotón, disculpas de nuevo por el pisotón, disculpas de nuevo por el pisotón». Sintió un cosquilleo en el pecho, notó que las comisuras de la boca se le arqueaban hacia arriba. Sintió una imperiosa necesidad de reír, apenas podía contenerse. ¿No era un juego divertido? ¿Dónde estaba Hannes? ¿Dónde se escondía? ¿Dónde había montado su cuartel general? Cada vez que creía verlo, las imágenes se desdibujaban. Cada vez que le echaba mano, él retrocedía.
Ella quería agarrarse la cabeza, que le retumbaba, secarse el sudor de la frente, pero tenía las manos entumecidas. Se oyó reír a sí misma por lo bajo. Trató de incorporarse. Pero estaba aplastada por un cuerpo extraño, que la sujetaba como una inmensa grapa. De repente entró en pánico. Hannes, a su lado, en la cama. ¿Dónde estaban? ¿En la habitación del hotel? ¿Aún en Venecia? ¿Aún en pareja? ¿Todavía no se ha enterado? ¿Todavía no lo sabe?
Trató de oponer resistencia con el vientre. Pero cuanto más se esforzaba, más pesado se volvía el objeto que tenía encima, le oprimía las entrañas, le bloqueaba las vías respiratorias. Ella jadeaba, resoplaba, sentía que se le calentaban las sienes. Tenía que actuar ahora mismo, antes de que la viga la aplastara definitivamente. ¿Hannes? ¿Qué había dicho? ¿Cuáles eran sus próximas palabras?
«Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo». Ésa era su propia voz. Ella se sorprendió del volumen. El enorme peso que le presionaba el estómago empezó a elevarse, tomó impulso para golpear. Ella cogió el arma enemiga con las dos manos y se la llevó a la boca. Sintió una fuerte resistencia en los dientes, un sabor salado en la lengua.
—¡Ay! ¿Te has vuelto loca? —exclamó él—. ¿Qué haces?
Ahora ella estaba totalmente despierta. De un instante a otro se ejecutó un cambio de programa en su cabeza.
—Mierda —murmuró abochornada.
Encendió la luz. Chris estaba sangrando. A ella le dolía la mandíbula. Se levantó de un salto, corrió al baño, trajo una toalla húmeda, le envolvió el brazo.
Chris se puso en cuclillas en la cama, tenía la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas. Miraba de reojo a Judith con recelo.
—¿Se puede saber qué clase de persona eres? —dijo él, turbado.
¿Y se puede saber por qué le hacía tan terrible pregunta?
—Yo, yo, yo… habré tenido un mal sueño —dijo ella—. Lo siento muchísimo.
Él se quitó la toalla y contempló su herida. Le temblaba el brazo.
—Esto no es normal, Judith. Esto no es normal —dijo—. ¿¡Tú lo sabes, que esto no es normal!?
Ahora estaba enojado de verdad. Ella comenzó a sollozar en silencio.
—¿Haces esto a menudo? —la hostigó él.
—Habré tenido un mal sueño —repitió ella—. Un sueño muy, muy malo.
Él se levantó de repente, recogió sus cosas, empezó a vestirse a toda prisa, fue un momento al baño y luego se dirigió directamente al vestíbulo.
—Y un último buen consejo —le gritó antes de salir—: ¡nunca tengas un sueño muy, muy malo con un objeto pesado o punzante en la mano!