2.

En pocos segundos, el timbre echó por tierra el trabajo de reconstrucción de los últimos días, que acababa de ser recompensado, y restauró en el acto el estado anterior. Fueron tres impactos de alarma breves, tres veces en pleno corazón. Chris se enderezó y sonrió avergonzado, como un adolescente al que su hermano mayor ha pillado fumando porros.

—¿Tienes vecinos puritanos que no toleran ciertos ruidos? —preguntó.

Ella se apartó para ahorrarle la visión de su cara atónita.

—No lo sé, apenas los conozco —dijo—. ¿Qué ruidos? ¿Tanto ruido hemos hecho? Si no hemos hecho ruido.

Ella susurraba para mitigar el temblor de su voz.

—Oye, Chris, ¿puedes ir a ver quién llama a la puerta? —rogó—. No hace falta que abras. Sólo pregunta quién es.

Chris parecía desconcertado:

—Es mejor que tú… eres tú la que vive aquí. ¿O no hacemos caso y ya está?

Judith: —Por favor, Chris, sólo pregunta quién es.

Él: —¿Y si es un amigo tuyo?

Ella: —Ahora no tengo ningún amigo, quiero decir, ninguno que esté en la puerta y llame de semejante manera.

Ella oyó el crujido del suelo bajo los pies de Chris, se tapó la cabeza con la manta y esperó a que volviera.

—Nadie —dijo Chris, aburrido—: Así que seguro que era un vecino frustrado.

Él volvió a deslizarse a su lado bajo la manta y se apretó contra ella. Al tacto, era ahora como la estatua romana de bronce. Ella estaba fría por dentro y por fuera. Le detuvo la mano a la altura del muslo y le preguntó si como excepción podía quedarse a pasar la noche. Aquello, dicho en ese tono amargo, era todo menos una propuesta erótica y, como es natural, él se dio cuenta.

Él: —Es complicado, Judith. Tengo que madrugar.

Ella: —No hay problema, te pongo el despertador a las seis. ¿Las seis es tarde? ¿Las cinco?

—Oye, Judith, no me entiendas mal, nos conocemos…

—Te entiendo bien. Pero entiéndeme tú también a mí, por favor. Esta noche no puedo estar sola. No puedo. ¡De-verdad-que-no-puedo!

Él la miró perplejo. En las películas, la gente como ella un minuto después sufría un ataque de nervios. ¿Cómo les iba a explicar aquel fenómeno a sus amigos pescadores?

Más por vergüenza que por cálculo, ella comenzó a hacerle caricias, primero leves, luego más firmes y constantes. Lo hizo tan bien que, en esas zonas del cuerpo donde se toman las auténticas decisiones volitivas masculinas, él pronto sintió que a pesar de todo habría sido una pena marcharse en ese momento.

—¿Vamos al dormitorio? —susurró ella.

—Está bien, vamos —repuso él.