1.

Aquel octubre comenzó sin viento, irradiaba una luz amarilla opaca, arrojaba largas sombras opresivas, oscurecía temprano los días y alargaba las noches. Lukas la llamaba con frecuencia para sondear cómo se encontraba. Si ella hubiera sido sincera, probablemente él se habría preparado de inmediato para ir a Viena a ayudarla en lo que fuera. Lo que más le habría gustado es que la abrazara durante varias horas y despertar cada vez con los dedos de él entre sus cabellos, para que su cabeza se acallara tras las series de pesadillas. Pero Lukas tenía «una familia», tal como hacía poco mamá le había grabado con tanta delicadeza bajo la corteza cerebral. Y de todos modos él no tenía manera de oponerse a Hannes, el fantasma. Así pues, la mayoría de las veces ella le aseguraba de manera bastante convincente que se encontraba bien, que notaba cómo poco a poco iba recuperando los ánimos de vivir, que se había puesto a buscar pareja en Internet y que se lo pasaba en grande ligando dentro y fuera de la Red.

—¡Qué bien, Judy, eso me tranquiliza! —replicaba Lukas.

A ella le molestaba un poco que él no pareciera querer mucho más que quedarse tranquilo… y la facilidad con que se tranquilizaba. Pero al menos sabía que podía contar con él si algún día ya no lograba tranquilizarlo. Eso la tranquilizaba.

Por supuesto, no buscaba pareja, y mucho menos en una de esas bolsas de Internet, donde los menos atractivos de las últimas filas de la vida cotidiana se presentan como ingeniosos seductores. Pero la noche del primer viernes del mes, cuando todas las sombras habían desaparecido por un tiempo, sin querer de verdad conoció a alguien. Después de cerrar la tienda, había ido un ratito al café Wunderlich con Nina, la hija de los dueños de la casa de música König, en la Tannengasse, una mujer que no tenía suerte con los hombres. El «ratito» resultó ser un rato largo. Durante horas una de las dos pedía una última copa de vino, agua o Aperol. Para tomar el último trago de todos fueron al bar Eugene, en realidad un lugar de encuentro de alumnos de instituto, iluminado por velas, para darse los primeros besos con lengua. Pero por las miradas desviadas de Nina, a ratos ardientes, que no dejaban de pasarle por al lado, notó que detrás de ella debía de haber algo parecido a un auténtico hombre. En un momento dado, se dio la vuelta. Y fue uno de esos momentos en que dos pares de ojos sellan un pacto para un futuro común, sin importar si después de una noche ese futuro ya vuelve a ser pasado.

Él se llamaba Chris, parecía un romano, una escultura de bronce de Donatello que había cobrado vida, ya era mayor de edad (veintisiete años), le interesaban los amigos, el fútbol, la pesca y las mujeres, precisamente en ese estimulante orden y —haciendo un diagnóstico a distancia— estas últimas siempre en plural y sólo de manera vaga. En una palabra, era todo lo contrario de Hannes. Por eso ella tomó nota de su dirección de correo electrónico y unos días más tarde lo citó en el mismo bar, sin ninguno de sus amigos pescadores y sin la radiante Nina, por supuesto.

Él besó a Judith ya al saludarla y así les ahorró a ambos una ardua tarea con miras a algo que de todos modos ya era cosa hecha. Durante las siguientes horas en el bar, ella dejó una mano a su disposición para que él se la cogiera y disfrutó de sus adorables relatos de una vida en la que aún no había ocurrido nada, en la que una gigantesca perca que se había comido la caña de pescar era uno de los más virulentos fenómenos que había visto hasta el momento.

Cuando él luego quiso saber más de Judith y de una posible relación complicada —que por lo visto a ella se le notaba en la cara—, era el momento ideal para plantear la problemática «en tu casa o en la mía», aunque sólo en el plano teórico, ya que en la práctica estaba claro que él tenía que acompañar a casa a Judith.

—Me siento tremendamente a gusto contigo, me haces muy bien, cariño —le susurró ella al oído, mientras esperaban el ascensor.

Sí, después de mucho tiempo volvía a ser feliz sin miedo, por fin había engañado a su sombra. Casi deseó que él pudiera verla así, tan ella misma, tan segura, tan superior.

En su casa, también todo sucedió de un modo increíblemente profesional y relajado, como si Chris y ella hubiesen sido una pareja de larga duración. Judith se encargó del vino tinto, la luz tenue y una manta adecuada para el sofá. Chris encontró enseguida un CD apropiado (Tindersticks) y el control del volumen, se demoró en el baño un tiempo grato y largo para un hombre, salió con la camisa ya abierta, ofreciendo un aspecto muy apetecible. ¡Pobre Nina! Por fortuna, él pertenecía al simpático grupo de los autodesnudantes, por oposición a los desvestidores de cuerpos ajenos, que se pasan varios minutos manipulando los botones y las cremalleras del otro, y tironean en vano de faldas o pantalones ceñidos a las caderas durante tanto tiempo que la excitación desaparece.

Luego dejaron de hablar y se limitaron a respirar. Él tampoco exageró con el estudio de su cuerpo, sino que de inmediato la llevó bajo la manta y empezó a tocarla y besarla por todas partes, antes de que ella cerrara los ojos y se entregara a la mejor sensación que había tenido la ocasión de disfrutar en muchos meses. Era posible que en una mirada retrospectiva, rodeado de sus amigos pescadores, Chris lo definiera como «muy buen sexo». Para Judith fue protección absoluta… y un flujo de calor hasta en las más recónditas neuronas, todavía ultracongeladas.