La noche del sexto día que pasaba sin que él le devolviera la llamada, ella escuchó por primera vez su voz. Estaba tumbada de espaldas en el sofá del salón, bajo la luz de su codeso de Rotterdam, esperando que se le cerraran los ojos. Las noches anteriores, ese método había resultado el más efectivo para llegar a dormir al menos un par de horas, antes de que el alba la librara de su terror a las sombras.
Primero fueron ruidos, como si alguien hiciera vibrar chapas dentro de una cueva. Luego empezó a oírse un rumor. Por último, los siseos dieron paso a un murmullo que iba en aumento. Y de repente, la voz estaba ahí, su voz, inconfundible. «Con este gentío», dijo, como aquella vez, durante el primer encuentro en el supermercado. Las palabras resonaban en ondas de eco: «Con este gentío, estete gentíotío, estetete gentíotíotío…». En el mismo momento ella fue capaz de evaluar su propia reacción. Para su sorpresa, no fue de pánico, al contrario. La voz le resultaba familiar, probablemente hacía bastante tiempo que la llevaba dentro, aunque dolorosamente reprimida, como un secreto que la atormentaba y por fin comenzaba a desprenderse de ella y adoptaba su propia voz, el de Hannes. Judith no se movía y trataba de respirar sin hacer ruido para no perder palabra. «Esas cosas pueden hacer un daño tremendo», dijo la voz. Debía de referirse al pisotón en el talón. Y: «Espero no molestarla». Entonces estaba por primera vez bajo el cono de luz de su araña de cristal de Barcelona. «Espero no molestarla, esperoro no molestarlala, esperororo no molestarlalalala…». No, no la molestaba, la serenaba, la atontaba, la hacía sentirse débil y cansada. Lo último que oyó fue: «Que duermas bien, amor. Amormor. Amormormormor…». Luego hubo silencio y oscuridad.
Por la mañana le dolía la cabeza, como después de una noche de juerga, y se sentía avergonzada de su experiencia, que le parecía un primer fallo grave de su cerebro: no había sido un sueño propiamente dicho, puesto que en el estado de vigilia uno siempre sabe si ha estado soñando o no. Judith no lo sabía. Eso nunca le había pasado.
En la tienda se confió a su aprendiza. Bianca se tomó la historia con bastante calma.
—Yo también oigo voces a cada rato, la mayoría de las veces la de mi madre, que encima es superchillona.
—Fuera de bromas, Bianca, ¿pasa algo conmigo? —preguntó Judith.
—¿De verdad quiere saberlo? —repuso Bianca.
Judith: —Sí, por favor.
Bianca: —Vale, jefa… Está usted jodida.
Judith: —Gracias, muy alentador. ¿Qué quieres decir con jodida?
Bianca: —¿Cómo decírselo? Es usted como una sombra de sí misma. Cada vez está más delgada y más pálida. Tiembla. Ya no se viste guay. Y mire ese peinado: ¡jo, qué poco in! También se muerde las uñas, está nerviosa y alterada cuando hay clientes en la tienda. Y ese tipo de cosas. Tal vez sólo necesita unas vacaciones. O un buen amante, que la mantenga ocupada y la haga pensar en otra cosa. A mí me está pasando. Una se olvida de todas sus preocupaciones —hizo un giro completo con sus hermosas pupilas oscuras y añadió—: O por lo menos un par de botas nuevas. Cuando una no está bien, siempre hay que comprarse algo chulo.
—¿Sabes lo que me saca de quicio? —preguntó Judith.
—Hannes, ¿no? —contestó Bianca.
Judith: —Que no me llame.
Bianca: —Lo más seguro es que tenga otra. Eso da rabia, aunque una no quiera saber nada más de él.
Judith: —No tiene otra, Bianca, lo intuyo.
Bianca: —Entonces alégrese de que la deje en paz.
—Pero es que no me deja en paz. Me invade y me bloquea. No sólo está cerca de mí, ya está dentro de mí.
—Mmm… —respondió Bianca, y se llevó el dedo índice a la sien. Bianca pensando con todas sus fuerzas, no era algo que se veía a menudo—. ¿Sabe qué, jefa? —dijo al fin—. ¡Vamos a comprar botas juntas!