La noche del cuarto día que pasaba sin que Hannes le devolviera la llamada, Gerd la invitó a cenar a su casa. También estaban los otros amigos de su vida anterior. No sólo no había justificación para aquella reunión, según quedó demostrado, tampoco había una verdadera razón. Ya al saludarse, Judith notó que algo les pasaba a todos, y a todos lo mismo. Sus apretones de manos eran suaves, sus besos, punzantes como alfilerazos. Le sonreían con un deje amargo extrafino y bajaban el tono de sus palabras a la mitad del volumen cuando hablaban con ella.
—Me alegro de que hayas venido, Judith —principió Gerd, patético, como si ella se hubiese levantado viva de la tumba.
Después de unas cuantas fórmulas de cortesía al servicio de la turbación, hasta que por fin cada uno tuvo entre los dedos su copa de Prosecco, la conversación se perdió en las primeras mellas de las dentaduras de Mimi y Billi, los niños que mantenían unidos a Ilse y Roland. Luego Gerd sirvió los ñoquis de calabaza de soltero, al ritmo al que el microondas se los arrancaba al congelador. Lara, que ya había dejado de hacer manitas con Valentin y ahora le golpeaba el hombro con el puño cada vez que él hacía un comentario machista, elogió el bonito vestido violeta de Judith, que pegaba a la perfección con sus zapatos, y preguntó de qué marca era, de qué cadena procedía, a qué precio podía adquirirse, en qué tallas estaba disponible, qué surtido de colores se ofrecía, si sería verdad que lo cosían en Taiwán y si merecía la pena coser vestidos en Taiwán y enviarlos al rico Occidente, con qué salarios y en qué condiciones los costureros taiwaneses… Por fin vinieron a parar a la miseria en el mundo. Para ser consecuente, a Judith habría que haberle arrancado el vestido del cuerpo.
Cuando la noche parecía estar llegando a su punto culminante (a su fin), en la exaltación de una ligera embriaguez, Ilse se permitió hacer un comentario del que se arrepintió enseguida:
—Y según he oído, tienes un nuevo amante, ¿no?
Judith: —¿Yo? ¿Quién ha dicho eso?
Ilse: —Bueno, quizás no eran más que cotilleos, ya sabes, a la gente le gusta hablar cuando el día es largo. Así que por lo visto no hay nada de cierto.
Judith: —¿A qué gente?
Como Ilse se había atragantado repentinamente, la sustituyó Roland:
—Te vieron en el bar Iris con un tipo bien parecido, nada más. Ilse habla por pura envidia, ella tiene que contentarse conmigo.
Algunos trataron de sonreír.
Judith: —¿Quién me vio?
Roland: —Por favor, Judith, no te pongas así. No hubo ninguna mala intención: una compañera de trabajo de Paul estaba allí. No sé si sabes quién es Paul. Él está con el hermano de Ilse…
Judith: —¡Lukas es un buen amigo de muchos años!
Ilse: —Disculpa, Judith, de verdad que yo no quería… tampoco tendría nada de malo…
Judith: —¡Un amigo que realmente está ahí cuando lo necesitas!
Entonces sí que se quedaron callados. Y aprovechando que estaban todos juntos sentaditos, tan abochornados, contemplando sus lágrimas como un milagro mariano, Judith continuó sin disminuir el volumen:
—Por cierto, ¿qué sabéis de Hannes? No hace falta que finjáis que de pronto ha desaparecido de la faz de la Tierra. Y bien, ¿cómo le va la vida? ¿Qué anda haciendo? ¿Dónde se ha metido?
—No, Judith, por favor, no es un buen tema para hablar ahora —respondió Gerd en voz baja, que procuraba parecer relajada.
—¿Qué quiere decir que no es un buen tema para hablar ahora? ¡Hace meses que no conozco otro mejor, ni de noche ni de día!
—Hace mucho que no lo vemos —dijo Valentin en tono ofendido—. ¿Ya estás tranquila?
No, estaba furiosa.
—Podéis verlo cuantas veces queráis. Podéis ir juntos a un campamento de tenis, podéis compartir con él el piso, la vida o lo que os apetezca. Pero por favor no habléis con rodeos. ¿Qué es lo que le pasa? ¿Por qué está o estuvo en el hospital? ¿Qué dudosa enfermedad tiene?
—¿En el hospital? —murmuró sorprendido Valentin. Y en voz aún más baja—: ¿Enfermedad?
—Querida Judith —dijo Gerd. Ella le quitó la mano del hombro—. Lo único que quiere Hannes es olvidarte. Créeme, trabaja duro en ello. Y quiere que tú lo olvides. Sabe que es lo mejor para los dos.
—Hasta ha pensado en emigrar —añadió Lara.
—Excelente idea —dijo Judith—. ¿Por qué no lo hace?
Lara: —¿Por qué eres tan mala, Judith? ¿Qué te ha hecho aparte de amarte?
Judith: —¡Esto ha hecho! —su dedo índice fue dirigiéndose de una persona a otra—. ¡Y esto! —dijo señalándose a sí misma—. Y os aseguro que aún sigue haciéndolo.
La mayoría se quedaron turbados, mirando su plato de postre vacío. Poco después, la puerta se cerró de golpe.