2.

A la hora de comer, Bianca, que el fin de semana se había enamorado y había venido con las mejillas coloradas (por primera vez sin maquillar), tuvo que sujetarle una mano. Con la otra, Judith marcó el número del despacho de Hannes. Contestó Beatrix Ferstl. Hablaba en tono despectivo, como una secretaria sentada en el regazo de su jefe, que «por desgracia está fuera». ¿Quería que le diera algún recado al señor Bergtaler?

—¿Es que ya no está en el hospital? —preguntó Judith.

¿En el hospital? Ella le rogaba su comprensión, pues esa información confidencial de carácter privado…

—¿Puede decirle que me llame hoy mismo?

Lo veía difícil. Pero con gusto tomaría nota de su número de teléfono.

—Él ya lo tiene.

Bien, pero si de todos modos ella fuera tan amable… ¿Y cómo era su nombre?

—Judith. Judith era mi nombre. Nos vimos una vez en aquel bar, en primavera, en el Phoenix. ¡Y su compañera, la señora Wolff, creo, vino a verme hace un par de semanas a la tienda!

—¿Judith qué más?

—¡Nos conocemos!

—¿Judith qué?

—Con Judith basta.

—Bueno, señora… mmm… Judith. Pero no puedo prometerle…

—No hace falta que me prometa nada. Basta con que le diga a él que me llame.

—¿De qué asunto se trata?

—¡De uno urgente!

—Perdone, ¿de cuál?

—Del mío.