6.

Se encontraron en el Iris. Lukas ya estaba allí y acababa de terminar una llamada. Ante él había un vaso de Aperol iluminado por una vela de mesa, que le confería un resplandor naranja rojizo a su anguloso rostro. Al saludarla, le puso las palmas de las manos en las mejillas, en un gesto de protección y ternura al mismo tiempo. ¿Por qué ella no tenía un hombre así por marido?

—Judy, no tienes por qué preocuparte, es cierto que él está en el Hospital Joseph —dijo.

Habían dicho que un tal Hannes Bergtaler había ingresado el lunes pasado. No estaban autorizados a dar información sobre la unidad en que se encontraba, el motivo de la hospitalización, el diagnóstico ni su estado de salud. Así lo había dispuesto el propio paciente.

—Lukas, ¿tengo una manía persecutoria? —preguntó Judith.

—No.

Ella: —¿Por qué creo que él está allí dentro por mí y que por mí se encarga de que no se sepa por qué?

Lukas: —Porque quizá sea cierto.

Ella: —Sí, justamente: quizá.

Lukas: —Quizá con eso sea suficiente.

Ella: —Pero quizá es verdad que está muy enfermo y necesita ayuda.

Lukas: —Quizá quiere que tú pienses exactamente eso, y si es posible, sin parar.

Ella: —Quizá…

Lukas: —En todo caso te obliga a ocuparte de él.

Ella: —Y yo te obligo a ocuparte de mí.

Él: —No, Judy, tú no me obligas, yo lo hago voluntariamente, y me gusta hacerlo. Ésa es la diferencia.

La diferencia se prolongó hasta que cerró el Iris. Judith había bebido más de lo que toleraba su cuerpo. Lukas simuló que estaba sobrio a pesar del Aperol y el vino. Un par de veces se le escapó el brazo y le rodeó los hombros a Judith, pero se quitó de inmediato. En todo caso, la distrajo de Hannes con discreta seducción, o al menos con seductora discreción. A ratos suspiraban o se sonreían satisfechos por su íntimo pasado perdido. ¿Y qué opinaba Antonia de que él emprendiera un éxodo rural y familiar para ofrecer consuelo espiritual, siguiendo su instinto de protección, y trasnochara con su paranoica exnovia en bares poco iluminados de Viena? Lukas aseguró que para ella no había problema:

—Ella sabe lo amigos que somos, Judy. Y también sabe que yo nunca abusaría de tu confianza.

—¿Y de la de ella? —replicó Judith.

—De la de ella por supuesto que tampoco.

Esa frase, pronunciada por esos labios, era más erótica que cualquier susurro de amor.

Juntos fueron tambaleándose hasta la casa de Judith. Sólo se produjeron roces en los choques y en el intento final de despedirse con un beso en la mejilla.

—¿Quieres subir? Puedes dormir en el sofá del salón —balbuceó Judith.

No, gracias, Lukas tenía disponible el piso cercano de un compañero que estaba de viaje, y de todos modos necesitaba seguir tomando aire fresco unas manzanas más. Sólo iba a esperar hasta que se encendiera la luz arriba, para estar seguro de que Judith había llegado a su piso.

Judith dejó el ascensor a su izquierda y subió dando tumbos la escalera de caracol. En cada piso se detenía para ver si oía gemidos u otros sonidos. Cuando llegó al ático, alguno de sus órganos sensoriales percibió que algo era diferente de lo habitual. Por prevención, cogió aire para poder proferir el grito con el que hacer frente a tiempo a su causa. Pero cuando vio la nota en su puerta, enmudeció: un recuadro negro y una cruz en el centro… era una esquela mortuoria. Presa del pánico, dio medio vuelta. No necesitaba leer el nombre, hacía mucho que se había grabado a fuego en su cerebro. Se apresuró y bajó a trompicones, los escalones retumbaban a su paso.

—¡Lukas! —gritó.

—¿Qué ha ocurrido?

Por fin el portal estaba abierto.

—¡Creo que Hannes está muerto! —exclamó, y se desplomó en los brazos de Lukas.

Él tuvo que darle media hora para que se tranquilizara, y otra media hora más para que se atreviese a volver a subir hasta la puerta, esta vez de su brazo.

—Helmut Schneider —leyó Lukas en la esquela, como si eligiera como ganador al único digno. Judith estaba parapetada tras su espalda—. Judy, el muerto es otro. Helmut Schneider. ¿Conoces a un tal Helmut Schneider? ¿Conoces esta cara?

—Mi vecino —murmuró Judith—. Un pensionista… Pero ¿cómo ha llegado eso a mi puerta? Casi nunca he visto a ese hombre. ¿Por qué está esa nota colgada en mi puerta justo ahora? No es ninguna coincidencia.

—Es probable que la nota esté en todas las puertas —replicó Lukas—. ¿Vamos a ver?

—No, no quiero ir a ver. Quiero que la nota esté en todas las puertas. Y no quiero seguir teniendo miedo. Estoy harta de tener miedo. Quiero dormir y soñar cosas bonitas. Y quiero despertarme y pensar en algo bonito. ¿Puedes quedarte en casa, Lukas? Sólo hasta que amanezca. Quédate, ¡por favor! Sólo por esta vez. Puedes dormir en el sofá del salón. O tú duermes en mi cama y yo en el sofá. O al revés. Como quieras.

A la mañana siguiente eran dos las cabezas doloridas. A Judith el café la puso en marcha enseguida.

—Lukas, creo que debo volver a verlo.

—¿De verdad? ¿Será prudente?

—Tengo que hacerlo. Si no, veo fantasmas.

—¿Qué piensas decirle?

—Ni idea. Da igual. Cualquier cosa. Lo importante es que lo vea. Así no me dará tanto miedo.

—¿Quieres que te acompañe?

—¿Lo harías?

—Si es mejor para ti.

—Quizá podrías venir más tarde a recogerme.

—Como quieras.

—Sí, creo que es eso lo que quiero.

—¿Y cómo te pondrás en contacto con él?

—Lo voy a llamar, hoy mismo o mañana.

—Judy, está en el hospital.

—¡Ah, sí!, se me había olvidado. Mierda.