3.

Después de cerrar la tienda, Judith huyó de la ciudad. Bianca le ayudó a hacer las maletas, la acompañó hasta el coche, echó un último vistazo a las calles laterales y dijo:

—No hay moros en la costa, jefa, puede irse.

A su hermano le había enviado un sucinto SMS: «Querido Ali, querida Hedi, llegaré a vuestra casa a última hora de la tarde. ¿Puedo quedarme hasta el domingo? No seré una carga para vosotros. Judith».

Al atardecer, cuyos resplandores de color violeta azulado presagiaban una noche de tormenta, ya había llegado a la vieja finca de Mühlviertel. Veronika, la niña, le chilló desde lejos. Ali trató de dar una cálida bienvenida a su hermana. Parecía cansado e imperturbable, probablemente había vuelto a tomar medicamentos.

—¡Esto sí que es una sorpresa! —dijo, sin precisar si era buena o mala.

Durante unas horas estuvieron sentados alrededor de la mesa y, esforzándose a conciencia para evitar que se hicieran pausas angustiosas, hablaron sobre lo esencial de lo obvio, sobre el difícil nacimiento de Veronika, su duro presente y su incierto futuro. Además hubo fotos, imágenes en directo del pecho de Hedi y estridentes sonidos de fondo desde la cuna.

Judith esperó con paciencia a que le preguntaran por qué había venido, cómo estaba, qué le pasaba, por qué parecía tan abatida, cómo se sentía. Pero Ali no lo hizo. Para él, Judith siempre había sido la única persona a la que nunca podía irle peor que a él. Si alguna vez ella llegaba a salirse de su papel, el poroso mundo de Ali comenzaría a desmoronarse.

Había dejado su trabajo como fotógrafo de farmacias.

Judith: —¿Por qué?

Ali: —Era pura terapia ocupacional. Ya no podía aceptarlo.

Hedi: —Tú lo conoces, tiene su orgullo. Habría sido diferente si las cosas entre tú y Hannes… ya sabes.

Judith: —Sí, lo sé.

Ali: —Pero no te lo tomes como un reproche.

Él le pasó los dedos por el antebrazo con ternura.

Judith ya había tomado la decisión de volver a casa aquella misma noche. Pero de repente se encontró con un invitado sorpresa… un invitado sorpresa que la miró tanto tiempo, con tanta insistencia y tan preocupado a los ojos que ella no pudo evitar que se le llenaran de lágrimas.

—Me alegro de que hayas vuelto con nosotros, Judy —dijo Lukas Winninger, como si ya fuera un miembro de la familia.

Él no ocultó lo que pensaba:

—Oye, no se te ve muy bien que digamos. Estás pálida, tienes las mejillas hundidas. Pareces hecha polvo. ¿Tienes problemas?

Judith: —Se puede decir que sí.

Ella sonrió por Ali.

Lukas: —¿Qué ocurre? ¿Problemas con tu novio?

Judith: —Ex novio.

Lukas: —¿Te dejó?

Judith: —No, más bien al revés.

Lukas: —Anda, cuenta.

Judith: —Tendría que empezar de muy lejos. No creo que tengas tanto tiempo.

Lukas: —Uno siempre tiene el tiempo que se toma.

—¿No os enfadáis si os dejo solos, verdad? —dijo Ali.

A fin de evitar una respuesta, le dio a su hermana un beso apresurado en la frente.

Judith no se despertó hasta el mediodía. Había dormido de un tirón y sin sueños. Durante la noche, el otoño había aparecido por arte de magia y el año se había cargado de aromas que no tenían nada que ver con Hannes. El tibio naranja del sol se reflejaba en la ventana abierta. Una luz similar producía el plafón rojo claro de Cracovia, que colgaba en el escaparate de su tienda de lámparas.

Cinco horas habían pasado juntos, ella y Lukas. «Ya se nos ocurrirá algo», habían sido las últimas palabras de él. «Ya se NOS ocurrirá algo». Se lo había prometido. Y cuando Judith siguió el aroma del café, Lukas ya estaba reclinado en el armario de la cocina y le sonrió dándole ánimos.

Ella: —¿Vives aquí?

Él: —A veces, en ocasiones especiales.

Ella: —Lukas, no quiero que por mi culpa tú…

Él: —Dos cucharadas de azúcar, ¿sin leche?