Bianca: —¿Se encuentra mal, jefa?
Ella: —No, es sólo un bajón de tensión.
Bianca: —¿Quiere un Red Bull? Yo siempre bebo Red Bull cuando la cabeza me da vueltas.
Judith estaba hundida en la silla de oficina, con los ojos clavados en la bola arrugada de papel que había dentro de la papelera. La carta que acababa de leer no existía. El hombre que la había escrito no existía. Tachar. Suprimir. Olvidar. Borrar. Quemar. Esparcir las cenizas en el aire.
—¿O es por su exnovio? —preguntó Bianca.
Judith se enderezó y miró sorprendida a su aprendiza.
Bianca: —Sigue superpesado, ¿no?
Judith: —Sí.
Bianca: —Hay algunos que no veas lo que tardan en enterarse.
Judith: —Me vigila. Me sigue a cada paso. Sabe todo lo que hago.
Bianca: —¿De veras? Jo, qué fuerte. Como un fantasma.
Judith: —¿Bianca?
Bianca: —¿Sí, jefa?
Judith: —¿Le importaría acompañarme a casa?
Bianca: —No, para nada. Y si lo vemos, le decimos que se vaya a la mierda. Algunos sólo entienden este lenguaje.
Bianca le mostró a Judith el dedo corazón levantado.
—Subiré con usted en el ascensor. Por si las moscas. Una vez vi una peli donde el tío esperaba en el ascensor, cogía a la mujer por detrás y la estrangulaba. Con una corbata roja, creo —dijo Bianca.
—Una película fantástica —replicó Judith.
Cuando apenas acababa de reponerse un poco del informe de vigilancia, ya había una aterradora bolsa de plástico colgada del picaporte. Judith retrocedió espantada y se aferró al brazo de Bianca.
—Creo que mejor me quedo un rato más con usted, hasta que se tranquilice, jefa —dijo Bianca—. Podemos pedir sushi.
Ella: —Sí.
Bianca: —¿Quiere que mire a ver qué hay en la bolsa?
Ella: —No, no quiero saberlo.
Bianca: —A lo mejor sólo es publicidad y se altera usted por nada.
Ella: —Quiero que me dé igual lo que hay.
Bianca: —Pero no le da igual. Parece usted superhecha polvo, de veras.
Bianca se quedó unas horas. Su presencia le hacía bien. Probó sombras de ojos, máscaras de pestañas y esmaltes de uñas, montó un pequeño desfile de modas con el guardarropa de Judith y se quedó con tres camisetas y un vestido corto, cuyas costuras probablemente no resistirían su busto más allá de las tres próximas comidas.
—Seguro que no es un asesino en serie, creo yo —consoló a su jefa, que la miraba comer sushi—. Hablando con él, la verdad es que es supersimpático. No es capaz de matar una mosca. Simplemente está supercolado por usted y ahora se le ha ido un poco la olla. Ya se esfumará algún día.
Judith: —¿Tú crees?
Bianca: —¿Se ha acostado con él?
Ella: —Pues claro.
Bianca: —Quizá no tendría que haberlo hecho. Ahora seguro que está pensando en eso todo el rato.
Ella: —Bianca, sí que quiero que tú… que usted…
Bianca: —Si quiere, puede tutearme, jefa, la verdad es que todos mis amigos me tutean.
Ella: —Gracias, Bianca. ¿Puedes ver qué hay en la bolsa que está colgada en la puerta?
Bianca sacó una carta y una cajita.
—Hay un corazón dibujado. ¿Quiere que se la lea? —Judith se mordió los labios y asintió con la cabeza. Bianca leyó—: «Amor, ¿por qué no escuchas tu buzón de voz? ¿Cómo están nuestras rosas? ¿Ya se han secado? Seguro que resolviste el acertijo hace tiempo. Era fácil. Aquí te doy lo que falta. Es mejor para mí que lo tengas tú. Ahora voy a retirarme definitivamente. ¡Palabra de honor! Sí, eres libre, amor. Tuyo, Hannes».
Bianca agitó la cajita.
—Piedrecitas o algo así —dijo.
En la tapa decía: «Pregunta: ¿Qué tienen éstas y éstas y estas rosas en común? Respuesta: No tienen…». Bianca abrió la caja.
—¡Espinas! —exclamó.
—Espinas —murmuró Judith.
—¿Es malo, jefa? —preguntó Bianca.
Judith rompió a llorar con fuertes sollozos. «Espinas»… al mismo tiempo tenía ante sí la imagen de sus antebrazos arañados.
—Si quiere, puedo quedarme a dormir aquí esta noche, jefa —dijo la aprendiza.