4.

El único sentido de los siguientes días —para ella agosto había llegado de forma casi insuperablemente alarmante— consistió en transcurrir. Judith estaba ocupada sin cesar en matar de inanición al intruso en su cabeza. Tanto es así que en ocasiones se olvidaba de comer ella misma. Por las noches, por temor a soñar con antebrazos, se quedaba con la vista clavada en las luces de su lámpara de codeso de Rotterdam hasta que se le caían los párpados.

Para Gerd, con sus diarios intentos de entrar en contacto con ella, era tan inaccesible como para todos sus otros amigos, que poco a poco empezaban a preocuparse por ella, poco a poco y demasiado tarde. Judith permanecía en el exilio interior y esperaba con terror los nuevos ataques de Hannes, en permanente alerta y con la implacable voluntad de matarlo con la indiferencia.

Por aquellos días, él le dejaba de vez en cuando un mensaje en el buzón de voz, en general por la tarde, por suerte nunca por la noche. En cuestión de segundos ella borraba el mensaje sin escucharlo. Trataba de convencerse a sí misma de que si no había ningún cambio en la práctica ritual de él en esas pequeñas dosis —con una comunicación al día, que permanecía oculta en la diminuta tarjeta SIM de un móvil inanimado—, ella pronto volvería a llevar una vida normal. Luego regresaría como nueva con sus amigos y con la familia, y diría: «Aquí estoy de vuelta, ha sido sólo una pequeña crisis. No es de extrañar, el calor, el estrés, ya sabéis». Y ellos replicarían: «Qué bien que ya hayas vuelto, Judith. Y ahora concédete unas vacaciones bien bonitas. Ya no tienes nada que temer. ¡Todos estamos contigo!».

Aún faltaba, aún andaba a tientas por el túnel estrecho y oscuro, pero ya entraban tenues rayos de luz, y en un pequeño atisbo de euforia hizo una reserva para volver a disfrutar de sus habituales paseos, esta vez durante una semana a Ámsterdam, a finales de agosto. Allí podría alojarse en casa de unos amigos que no sabían nada de Hannes (y a lo sumo se enterarían de que cada día un maniático obsesionado con ella le decía algo intrascendente en el buzón de voz).

Dos días después estuvo demasiado imprudente y, cuando despachaba la correspondencia comercial, abrió un sobre sin remitente. En estado de shock, tras haber reconocido que la carta era de él, cometió su segundo error grave: la leyó, línea a línea, hasta la última palabra.

El texto estaba redactado en estilo protocolar y al principio aparentaba una engañosa objetividad:

«Doce de agosto, siete de la mañana, se enciende su radiodespertador. Según el reloj de él, faltan seis minutos para las siete. El de ella adelanta, la hora exacta es la de él. Se ducha, es maravilloso cómo corre el agua fresca por su cuerpo suave y delicado. Ella piensa intensamente en él. Él en ella, siempre.

»Siete y cuarenta y tres. Sale de casa. Vestido ceñido de verano color verde pálido. Pelo rubio dorado desmelenado. Aparenta veinte. La mujer más hermosa del mundo. Pero su cara es demasiado seria y triste. (Teleobjetivo, ¡en el fondo eres un teleobjetivo pesimista!). Ella nota su ausencia. Lo echa de menos.

»Siete y cincuenta y siete. Abre la tienda de lámparas, el bolso verde esmeralda se le cae del hombro delgado. Está distraída, inquieta, nerviosa. No está a lo que está. Piensa en él. Él en ella, siempre.

»Doce y catorce. Sale de la tienda. Mira a la izquierda, mira a la derecha. Lo busca. Él está muy cerca. Ella podría tocarlo. Él la ama más que a nada en el mundo. Seguro que ella a él también. Seguro. Seguro. Seguro.

»Doce y veinte. Entra en el banco. ¿A retirar dinero? Él le daría el suyo. Él no necesita dinero, tan sólo su amor.

»Doce y veintisiete: sale del banco. Él le tira besos. Ella intuye su proximidad, siente su aliento, lo busca. Está confusa.

»Doce y treinta y cinco: vuelve a meterse en la tienda. Él la saluda con la mano. Ella no puede verlo, pero sabe que está cerca. Él la protege. Mantiene alejado de ella todo lo malo.

»Diecisiete horas: sale de la tienda. La perseverancia ha merecido la pena. Perseverar siempre merece la pena. La paciencia y la lealtad son la esencia de la vida, el abono del amor. Qué interesante, esta vez elige otro camino. La Goldschlagstraße. La Tannengasse. La Hütteldorfer Straße. Vuelve la cabeza hacia él. Él siente la corriente de aire que produce. Ella piensa en él. Él en ella, siempre.

»Diecisiete y veintitrés: entra… huy, huy, huy, entra en una agencia de viajes. Él se queda de piedra. ¿Querrá sorprenderlo? ¿Una segunda Venecia? Seguro que ella lo quiere. Él a ella más que a nada.

»Diecisiete y cuarenta y dos: sale de la agencia de viajes. Sonríe. Se ilusiona. Piensa en él. Lo quiere. Qué pena. Qué pena. Qué pena. Ahora él tendrá que perderle la pista unos minutos. Ahora ella tendrá que volver a casa sin él. Ahora él entra en la agencia de viajes…

»Dieciocho horas: aquí concluyen los apuntes del día. Él se quedará cerca de ella. El amor los enlaza. La eternidad los une. Ella es su luz y él es su sombra. Nunca más podrán existir separados. Cuando ella respira, él respira.

»Él velará su sueño. Ella inhala su cercanía. Él se ilusiona. Se ilusiona. Se ilusiona con Ámsterdam en pareja».