Él estaba con la cabeza gacha, en la mesa de la ventana, a la izquierda de la entrada. Ella se quedó atónita al ver su aspecto. Iba sin afeitar, llevaba el pelo grasiento y desgreñado, tenía las mejillas hundidas, la piel cetrina. Se le saltaron los ojos cuando alzó la vista hacia ella.
—Qué bien que has venido —dijo.
Parecía tener molestias en la garganta, en todo caso le costaba hablar.
Judith: —¿Estás enfermo?
Él: —No, cuando te veo.
Ella ya se arrepentía de haber ido.
Ella: —Deberías ir al médico.
Él esbozó una sonrisa forzada.
—Realmente eres la mujer más hermosa del mundo —dijo.
—Tienes fiebre. Quizá sea una gripe mal curada o algún virus.
—Mi virus eres tú.
—No, Hannes, déjalo ya. Tienes que olvidarme —contestó ella.
Él la había contagiado, ahora ella también tenía un nudo en la garganta.
Él: —Amor, ambos nos hemos equivocado.
Ella: —Sí, yo me he equivocado al venir aquí.
Él: —¿Por qué dices cosas tan feas? Me hiere. ¿Qué te hecho, amor, para que me digas cosas tan feas?
Ella: —Por favor, Hannes, te lo suplico, deja de llamarme amor. No soy tu amor, no soy un amor. Quiero volver a vivir de una vez mi vida normal.
—Permíteme recordarte algo, Judith —de pronto su voz sonó fuerte y cargada de rabia—. Estábamos sentados ahí enfrente —dijo, señalando la mesa del rincón—. Hace veintitrés días… —miró el reloj—. Hace veintitrés días y setenta y cinco minutos. Estábamos sentados ahí enfrente, y tú dijiste, dijiste textualmente, corrígeme si no fue esto lo que dijiste: «Simplemente, de momento soy incapaz de tener una relación estable». Y unos minutos después dijiste: «Hannes, es mejor que por un tiempo no nos veamos» —hizo una pausa. Sus labios le arrancaron una sonrisa a su rostro lívido—. Pues bien, Judith, ahora te pregunto: ¿cuánto tiempo es para ti «de momento»? ¿Y cuánto es para ti «por un tiempo»? ¿Veintitrés días y setenta y cinco…? No —miró el reloj—. ¿Y setenta y seis minutos? Yo diría que eso es mil veces más tiempo que «de momento». Ya no es «un tiempo», es una eternidad. Mírame, Judith, mira mis ojos cansados. Lo que estás viendo son veintitrés días y setenta y seis minutos. ¿Cuánto tiempo más piensas mantenerme en vilo?
Ella: —No te das cuenta de la realidad, Hannes. Necesitas un médico, estás enfermo, estás loco.
Él: —Tú acabarás por volverme loco si sigues jugando a este juego conmigo. Me he propuesto ser paciente, incluso se lo he prometido a tu mamá y a tu papá, pero a veces, a veces…
Él cerró los puños y apretó los dientes, los pómulos se le marcaron y se le podían contar las venas de la frente.
Judith estuvo a punto de ponerse de pie de un salto y salir corriendo. Pero se acordó de Bianca y de esos tipos «que no quieren enterarse» y vuelven a intentarlo una y otra vez si no se los rechaza con la suficiente contundencia. Intentó permanecer «supertranqui» y dijo casi en un susurro:
—Lo siento, Hannes, tú me caes bien, de verdad que me caes bien, pero no te amo. ¡NO TE AMO! Nunca seremos una pareja. Nunca, Hannes, nunca. Mírame bien, Hannes: ¡nunca! Deja ahora mismo de esperarme. Y ve perdiendo la costumbre de pensar en mí. Haz el favor de borrarme de tu vida. Me entran ganas de llorar de lo cruel que suena. Y a mí misma me hace muchísimo daño oírme hablar así. Pero te lo repito para que lo aceptes de una vez: ¡bórrame de tu vida!
Él la miró de arriba abajo y meneó la cabeza. Entrecerró los ojos y dejó ver el esfuerzo que hacía por pensar. Luego volvió a sonreír encogiendo los hombros y dejándolos caer. Parecía como si por fin fuera a dar crédito a las palabras de ella, como si aquello fuese a ser un acto de liberación, pero algo dentro de él se resistía. Judith se quedó callada y observó su lucha interior con expresión petrificada.
—Judith —dijo él, casi como resultado de su reflexión—, te dejaré en paz.
Como de pasada, empezó a arremangarse la camisa.
—Por fuera te borro, te lo prometo, y te dejaré en paz.
Apoyó los antebrazos sobre la mesa, con el lado velludo hacia arriba.
—Pero por dentro —dijo temblando, patético—, por dentro sigues viviendo conmigo.
Volvió los brazos con un gesto ostensible. Judith los contempló horrorizada. Largas estrías rojas recorrían la cara interna de los antebrazos, demasiado profundas y simétricas para ser arañazos de gato.
—¿De qué son esas heridas? —preguntó Judith.
El temblor de su voz fue para él como un bálsamo para las heridas y le hizo esbozar una sonrisa benévola, radiante de felicidad.
—Por dentro los dos estamos inseparablemente unidos —dijo—, y ahora eres libre.