Después él volvió a caer en el silencio, en un insistente silencio. A ella le parecía estar viéndolo cada día, cada noche, cada hora, preparando su próxima actuación. Esta vez quería estar prevenida. Pero sola no lo lograría. Judith, la luchadora, la que nunca necesitaba a nadie, la que siempre había podido con sus crisis y con los causantes, ella, cuyo mayor problema siempre había sido compartir con otros sus problemas, de pronto tenía que vérselas con un enemigo demasiado poderoso: la incertidumbre.
Las noches empezaban demasiado temprano y acababan demasiado tarde. Las pastillas para dormir, los primeros aliados de Judith, pronto dejaron de surtir efecto. No había remedio, tenía que desahogarse con alguien, necesitaba un confidente. Sus padres y su hermano Ali estaban descartados. De momento, en lo tocante a Hannes, los había borrado de su lista. Tener contacto con ellos significaba tener contacto con él. Y no estaba dispuesta a ponérselo tan fácil.
Tenía muchas esperanzas depositadas en Gerd. Enmascaró su petición de auxilio con una invitación al cine. Después de la película, en el bar Rufus —luz lechosa de neón, ojos sin brillo, ningún espacio para los secretos— por fin lo confesó:
—Gerd, he roto con Hannes, pero él no quiere aceptarlo. Me siento acosada. Le tengo miedo. ¿Qué hago?
—Lo sé —dijo Gerd—, pero puedo tranquilizarte.
Estaba haciendo todo lo contrario.
Ella: —¿Qué sabes? ¿Jugáis al tenis? ¿Sois grandes amigos? ¿Te paga un sueldo? ¿Tienes unas rosas amarillas para mí?
Él: —¿Judith, qué te pasa? Estás temblando. Ya va siendo hora de que hablemos. Puedo tranquilizarte, querida, de verdad que puedo. Escúchame.
Gerd le contó que Hannes lo había llamado dos días antes, con carácter estrictamente confidencial, y le había pedido «consejo sobre un asunto muy personal». Hannes había dicho más o menos lo siguiente: Judith ha roto nuestra relación. A mí me sentó como una bomba. Se me cayó el mundo encima. En mi primer momento de desesperación reaccioné mal. La asedié con flores. Y luego encima me reuní con su padre y su madre y le organicé una fiesta familiar para su cumpleaños. Mis intenciones eran buenas, pero me metí en cosas privadas, que no me conciernen en absoluto. Seguro que está enfadada conmigo. Me gustaría pedirle disculpas. Quiero que nos separemos en buenos términos. Pero ya no me atrevo a llamarla. ¿Tú qué crees, Gerd, cómo debo actuar? ¿Qué debo hacer?
Gerd: —Yo le aconsejé que esperara unos días más y luego te pidiese quedar para aclarar las cosas. Hablar siempre es bueno.
Ella: —Yo no quiero aclarar nada. Ya está todo dicho. Quiero que él desaparezca de mi vida. No le creo una palabra. Lo amaña todo. Intenta ganarse a todos mis amigos.
Gerd: —Venga, Judith, cálmate. Él no quiere hacerte nada malo. No es ningún monstruo. Te ama, no se le puede tomar a mal. Necesita asimilarlo. Y sea como sea quiere disculparse. Es mejor hablar de todo con sensatez. También tienes que comprenderlo a él, no es fácil que de repente…
Ella: —No quiero comprenderlo a él. Quiero que tú me comprendas a mí. Necesito alguien que me comprenda. Pero no eres tú, Gerd. Tú estás de su lado. Una vez más se me ha adelantado.
Gerd: —¿De qué estás hablando? Yo no estoy de ningún lado. Soy tu amigo, quiero que estés bien. Y me gustaría actuar como intermediario. Estoy a favor de la solución pacífica de los conflictos. Judith, Judith…, es terrible cómo te obsesionas con este asunto. De verdad que te sientes acosada.
Ella: —Así es, Gerd, de verdad que me siento acosada. Porque de verdad que me están acosando. Pero ya me defenderé. Gracias por tu ayuda.