El tercer sábado de julio, el día en que llegó un frente frío, ella cumplió treinta y siete soltera… y además «en casa», en casa de mamá. Había venido Ali con Hedi, en avanzado estado de embarazo. Probablemente el bebé planeaba celebrar su cumpleaños al mismo tiempo que Judith.
Ya el saludo fue extrañamente ceremonioso. Hacía años que a mamá no se la veía tan excitada de alegría. Ali casi no podía ser identificado como su hermano. Se había afeitado, llevaba una camisa blanca planchada y sonreía sin motivo, como si de repente la vida como tal le resultara divertida. Daba la impresión de que estaba a punto de ocurrir un suceso completamente excepcional.
—Por desgracia, Hannes no ha podido venir —dijo Judith, sorprendida de que ninguno hubiera preguntado enseguida por él… y no menos sorprendida de que no hubiese ninguna reacción después.
Tenía intención de resistir una hora antes de contarles la historia de la separación —tal era su firme propósito— con todos sus escabrosos capítulos.
—Hoy hay una sorpresa muy especial, Judith, para todos nosotros —anunció Ali, que nunca antes había sido el primero de la familia en tomar la palabra.
Estaban alrededor de la mesa iluminada con velas.
—¿Una sorpresa para todos nosotros? —preguntó ella con recelo.
—Sí, está esperando en el dormitorio —reveló Hedi.
—No, por favor, no —murmuró Judith.
Su demanda de sorpresas ocultas en el dormitorio estaba cubierta hasta el fin de sus días. Ali llamó a la puerta lleno de expectación, como antaño, cuando aún creía que vendrían los Reyes Magos. La puerta se abrió. Algunas voces se esforzaron por entonar un inoportuno pero al menos simultáneo «Feliz, feliz en tu día». Ella se sorprendió de verdad y dijo:
—¡Padre! ¡Increíble! No puede ser. ¿Qué haces tú aquí?
Primero él la abrazó de manera más afectuosa, más paternal de lo que correspondía a la relación mantenida durante años. Luego se repartieron con rapidez algunos regalos, todos envueltos en papel dorado. A continuación brindaron con champán por el cumpleaños, la unidad, la felicidad y otras cosas terminadas en «dad». Por la prosperidad seguro que también.
Después se sentaron a la mesa. Ali, a quien su padre trataba con inusual cariño, dio una vuelta completa con la cámara de fotos. Para la ocasión papá pasó su brazo por el hombro de mamá, una imagen conmovedora que no se había vuelto a ver desde los años de escuela de Judith.
Entretanto trascendió que se habían «acercado» y ya se habían visto un par de veces. Ali le susurró a Judith al oído que hasta tenían perspectivas de hacer un «segundo intento», de volver a vivir juntos.
Judith se esforzaba por hacer que su alegría pareciera real. Para ella, el retorno del padre a la familia llegaba dos décadas tarde. El verdadero regalo, uno de los más bonitos que le habían hecho en su vida, era su hermano menor transfigurado, despierto a la vida. Papá y mamá, sentados en armonía a una misma mesa: a esa simple terapia reaccionaba Ali con auténtica euforia.
—Y ahora hablemos de ti, Judith —dijo mamá.
Había pasado una grata hora, que de verdad recordaba a las fiestas de cumpleaños de principios de los ochenta. El pastel con su grueso glaseado rosa se había acabado. Basta de idilio familiar…, ya era hora de un radical cambio de ambiente.
Mamá: —Hija, hija, nos tienes preocupados.
Qué amargo y severo se volvía aquel reproche insinuado con dulzura, al estar su padre sentado al lado, asintiendo solidario con la cabeza. Ali apartó la vista, Ali, el imparcial, el que evitaba el conflicto, el hermano menor que siempre buscaba el equilibrio. Hedi se puso las palmas de las manos sobre el vientre, como si quisiera taparle los ojos y los oídos a su bebé.
Mamá: —¿Por qué no nos has dicho que tienes problemas?
¿Problemas? ¿Ella tenía problemas?
—He roto con Hannes —dijo Judith, desafiante—. ¿Dónde está el problema?
Los presentes callaron conmovidos. Parecía como si Judith acabara de confesar un delito sin mostrar arrepentimiento alguno.
—Ya, pero ¿por qué, santo cielo? —preguntó mamá.
No parecía muy sorprendida, sólo con la moral por los suelos y los nervios de punta.
Judith sintió que algo caliente le subía a la cabeza, algo que podía estallar con facilidad.
—Pues muy sencillo, porque no lo quería lo suficiente —dijo.
Mamá: —No lo quería lo suficiente, no lo quería lo suficiente. ¿Y se puede saber cuándo vas a querer tú lo suficiente? ¿Qué príncipe azul tiene que venir para que quieras de una vez lo suficiente? Deja de soñar, niña, ¡sé adulta!
Hasta ahí. El calor le había llegado a las mejillas y le quemaba las sienes. Judith se disponía a ponerse de pie y marcharse, un viejo ritual de la época del colegio, cuando intervino su padre, lo cual hizo que la escena resultara moderna y pintoresca:
—Judith, ven, por favor, quédate sentada —dijo en tono conciliador—. No puedes tomarle a mal a mamá que reaccione así. Hay que verlo en contexto. Tenemos que explicarte algo. ¿Sabes gracias a quién estamos todos juntos aquí?
Un horrible presentimiento creció en su interior y al mismo tiempo le hundió las paredes del estómago.
—Hannes.
Fue Ali el que al fin pronunció la palabra mágica. Hannes había llamado a su padre. Hannes se había encontrado con su padre. Hannes, el arquitecto, el compañero de su hija, el patrón de su hijo, Hannes quería darle al «amor de su vida» en su cumpleaños «el regalo de los regalos», inapreciable, insuperable, insustituible: papá y mamá. «Estoy a punto de llorar», tenía Judith en la punta de la lengua. Pero, en primer lugar, estaba Ali presente, tan presente como hacía tiempo que no lo estaba. Y, en segundo lugar, estaba muy ocupada conteniendo su cólera. Por el temblor de sus manos se dio cuenta de que ya no faltaba mucho para un arrebato violento.
Hannes, mamá y su padre… habían pasado varias horas juntos. Después había llegado Ali. Habían hojeado montones de álbumes de fotos, contado viejas historias, hurgado en la infancia de Judith (y en la de Ali). «Siempre he querido tener una familia así», había dicho Hannes.
Y por lo visto a ellos siempre les había faltado un «yerno» así, se dijo Judith, uno que recogiera y pegara los añicos de los viejos tiempos. Luego por encima el glaseado rosa. Y deprisa uno o dos nietos, antes de que la hija estuviese demasiado mayor para quedarse embarazada. Ahora también le temblaban las rodillas.
Ella: —¡Me parece ofensivo y humillante! ¿Por qué no habéis hablado primero conmigo?
Mamá: —¿Y acaso tú has hablado con nosotros?
Padre: —Todo esto era por ti. Debía ser una sorpresa de cumpleaños. Hannes tenía muy buenas intenciones.
Mamá: —Cómo íbamos a saber que a ese hombre tú…
Judith: —A ese hombre no lo amo, ¡lo siento muchísimo!
Pausa para la turbación general.
Ali, apocado, mediando: —No hay nada que hacer. Si ella no lo quiere.
Su hermano encogió los hombros antes de dejarlos caer. De nuevo tenía cara triste. Y la culpa era de ella, así lo delataban las miradas de su padre, de mamá y de Hedi.
—Ayer me llamó y me dijo que no podía venir a la fiesta —se lamentó mamá, justo antes de que Judith realmente se pusiera de pie y se marchase—. «¿Pero por qué no?». «Judith no quiere». «¿Judith?». «Me mandó a paseo». «Estás bromeando». «Dice que de momento es incapaz de tener una relación estable». «¡No!» «Necesita tiempo, tenemos que darle tiempo». «¿Tiempo? Mañana cumple treinta y siete años. Hablaremos con ella, papá y yo». «No hace falta. Las cosas se arreglarán por sí solas. Soy paciente». «¡Ah, Hannes, lo siento tanto!» «De todas formas os deseo una bonita fiesta». «¡Ah, Hannes!» «Y pensad un poco en mí».