6.

Con un placentero cansancio y la esperanza de dormir siete horas sin soñar, entró en el dormitorio y encendió la araña de Praga. Observó la cama con desconfianza unos instantes, hasta que se dio cuenta de que era el bulto a los pies lo que la desconcertaba, porque unas pocas horas antes no estaba. Apartó la colcha… y si no gritó, fue sólo porque no podía ser cierto, porque la ventana estaba cerrada, y él no podía haber entrado por la puerta.

Y sin embargo… ahí estaba aquella cosa estrecha, alargada, cónica, absurda, sobre la sábana. Y por encima sobresalían tres rosas amarillas. Las cogió por el tallo y las arrojó contra la pared, intentó tranquilizarse, se puso en cuclillas junto a la cama, con las piernas apretadas contra el pecho, se esforzó por poner orden en su cabeza: primero la nota. Se dirigió a gatas a donde estaban las flores partidas, enseguida encontró el corazón ancho dibujado a lápiz. Al lado, en letras de imprenta, decía: «… EN COMÚN?». El maldito acertijo ya estaba completo: «¿QUÉ TIENEN ÉSTAS Y ÉSTAS Y ESTAS ROSAS EN COMÚN?»… Eran amarillas. Se las mandaba Hannes. La tenían a su merced. Le daban miedo. Mierda.

Por fin un viso de lógica: las flores sólo podían haber llegado a su cama de una forma… Cuando llamó a Valentin, le saltó el buzón de voz. Cuando llamó a Lara, sonó la señal de llamada.

Lara: —¿Sí?

Judith: —¿Vosotros me habéis puesto las rosas bajo la colcha?

(Judith disimuló la voz, de modo que sonara más o menos normal. Nadie debía sospechar el estado de alarma en que se encontraba).

Lara: —Pues claro. No ha sido el Espíritu Santo. Qué sorpresa, ¿verdad? —Lara se rió por lo bajo—. Queríamos contribuir a vuestra reconciliación.

Judith: —¿Reconciliación?

Y a continuación, Lara contó la historia.

Hacía unas semanas que Hannes y Valentin se encontraban regularmente para jugar al tenis. (Ya se lo habían propuesto durante su primer encuentro en mayo, en la terraza de Ilse. Qué interesante. Hannes nunca había dicho nada al respecto). Por lo general, después de jugar se quedaban un rato charlando, Lara también había ido dos o tres veces.

Si bien al principio, en su amor abiertamente declarado por Judith, Hannes era «el hombre más feliz del mundo», dos días atrás les había contado, todo compungido, que por desgracia el viaje a Venecia había salido «un poco mal», que había disgustado a Judith «con algunos comentarios y gestos tontos», y que ahora intentaba poner fin a «la pequeña crisis de pareja» con rosas y otras atenciones.

Les preguntó si podía darles a ellos las flores para Judith, ya que de todos modos pensaban ir a visitarla. Pero quería que se las dejaran en secreto, escondidas, «tal vez en la cama», para aumentar el efecto y para que Judith no se viese obligada a dar innecesarias explicaciones sobre aquella «tonta crisis de pareja».

—¡Ésta sí que es buena! —murmuró Judith al móvil—, ahora también me manda a mis amigos para que me vigilen.

Lara: —¿Qué dices?

Judith: —Lara, he dejado a Hannes, y lo he dejado definitivamente. Haz el favor de darle el recado a Valentin. Y a todos los demás. ¡Y sobre todo a Hannes, si es que volvéis a veros para jugar al tenis o lo que sea!

Lara: —¡Ay, Judith! Pareces muy desesperada. ¡Ánimo!, todo acabará bien, estoy segura.

Judith: —No acabará, Lara. Ya se acabó.