3.

—Jefa, parece enferma —dijo Bianca por la mañana, a la luz de la recién instalada entrega de lámparas de Lieja.

—No, sólo estoy mal maquillada —contestó Judith.

Bianca era impotente contra argumentos tan acertados.

—¿Jefa?

Ya por el tono, Judith se dio cuenta de que algo malo se avecinaba.

Bianca: —Su novio ha venido y ha dejado esto, tenía mucha prisa, le he preguntado si quería que le diera algún recado y él ha dicho que sí quería, y el recado que quería que yo le diera es que la quiere a usted más que a nada. ¡Jo, pero si es supertierno! Ya me gustaría a mí tener un hombre así alguna vez.

Bianca le entregó las flores: tres rosas amarillas, una nota con el vago mensaje «… Y ÉSTAS…» enmarcado en un corazón ancho de pesadilla.

Judith se retiró a su despacho y encendió el móvil para prohibirle a Hannes que le mandara más flores. Habían llegado once mensajes nuevos. Once veces su nombre. Once mensajes con el mismo texto. Dos y trece: «No estoy bien». Tres y trece: «No estoy bien». Cuatro y trece: «No estoy bien». Once veces no estaba bien, con intervalos de una hora exacta, sin distinción entre día y noche. Judith advirtió que faltaba poco menos de un cuarto de hora para que él volviera a no estar bien. Y si ella lo olvidaba o lo reprimía…, él iba a recordárselo puntualmente.

Seleccionó su número y le saltó el buzón de voz. «¡Déjalo ya, Hannes! ¡Haz el favor de no mandarme más estas series de SMS! ¡No tiene sentido! ¡Y déjate de rosas! Si aún te importo, respeta mi decisión. Créeme, yo tampoco estoy bien. Pero no hay más remedio. ¡Acéptalo, por favor!».

Le costó sacar adelante el trabajo el resto del día. Después de su llamada, Hannes había suspendido sus SMS. Ahora le quedaba el temor de nuevos ataques de rosas. Durante el camino a casa la acompañó la continua aprensión de que él podía estar cerca. Quizá le saliese al encuentro a mitad de camino. Quizá apareciera de improviso en una esquina. Quizá la siguiera furtivamente. Quizá ya le venía pisando los talones.

Una corazonada la llevó a dar un rodeo por la Flachgasse, donde tenía aparcado su Citroën. Desde lejos distinguió el envoltorio blanco alargado en el limpiaparabrisas: tres rosas amarillas, una nota, el fragmento de un mensaje, «… Y ESTAS…» enmarcado en otro corazón demasiado ancho. Se consoló con la esperanza de que él hubiese dejado las flores antes de su queja telefónica.

Cuando por fin la puerta del piso estuvo cerrada por dentro, se aflojó la tensión, pero la calma no duró mucho. Judith estaba en el sofá ocre del salón, permitiéndose una pequeña terapia lumínica bajo su lámpara de codeso de Rotterdam, cuando sonó el timbre. El shock se convirtió de inmediato en rabia.

—¿Hannes? —vociferó.

Se juró a sí misma que lo mandaría al diablo.

—Soy yo, la señora Grabner, la portera —contestó una voz acobardada—. Me han dejado algo para usted.

—¿Quién? —preguntó Judith con la puerta ya abierta, esforzándose por parecer amable.

Grabner: —Un repartidor.

Judith: —¿Cuándo, si me permite la pregunta?

Grabner: —Por la mañana, sobre las once.

Judith: —Ya, sobre las once. ¡Muchas gracias, señora Grabner!

Tiró las flores a la basura, antes de romper el papel miró unos instantes el nuevo mensaje del corazón, «… ROSAS…». Reunió mentalmente los fragmentos: «¿QUÉ TIENEN ÉSTAS Y ÉSTAS Y ESTAS ROSAS…». La frase estaba incompleta. Por lo visto, le aguardaban más regalos.