Por la noche, Judith suplicó a todos los buenos y los malos satélites de la televisión que le reblandecieran el cerebro con ayuda de unas copas de vino tinto. No se sentía en condiciones de ver gente y, menos aún, de encontrarse con amigos para comunicarles su fracaso de ruptura profesional. Sólo sabía una cosa, y quería guardársela para sí: Hannes había sido el último hombre con el que salía sin amarlo lo bastante para estar segura de que sería capaz de tolerarlo a su lado de forma permanente. Nunca más volvería a imponerse ni a sí misma ni a otra persona una retirada tan humillante.
Sobre las diez, el politono de su móvil la sacó de una de esas series con salvas de risas enlatadas. Hannes escribió: «¿Puedo mandarte un SMS cuando no esté bien?». «Desde luego, cuando sea», le respondió ella, atormentada por los remordimientos y agradecida por su discreto intento de superar la frustración. Después apagó el móvil.
Por la noche se despertó varias veces y se aseguró de que él no estuviese a su lado. Al final se resignó, encendió todas las luces, se puso los auriculares para prevenir eventuales ruidos de la escalera, descansó la vista con las primeras letras del nuevo libro de T. C. Boyle y esperó a que el radio despertador la salvara.
Por la mañana se obligó a tener prisa y ajetreo. Cuando cerró tras ella el portal (¿por qué habría tenido que darse la vuelta?), le saltó a la vista la bolsa de plástico colgada del picaporte, con la inscripción «PARA MI JUDITH». Dentro había tres rosas amarillas envueltas en papel, con la críptica nota «¿QUÉ TIENEN ÉSTAS…» y la marca del autor, el corazón demasiado ancho de Hannes.