—No tiene nada que ver contigo —dijo ella.
De entrada, la más desvergonzada de las mentiras. Judith dejó caer tres terrones de azúcar en la taza de café. Hannes ahogó su mirada en un vaso de agua. Ella prefería no saber qué clase de mirada era. Ninguna relación puede haber sido lo bastante bonita para justificar la desdicha de una separación.
Judith: —Es que de momento soy incapaz de tener una relación estable.
¡Maldita sea!, ¿por qué no la interrumpía furioso? ¿Por qué le sonreía con tanta benevolencia?
Judith: —Hannes, yo… lo siento mucho.
Con la yema del pulgar, él aplastó una lágrima que corría por la nariz de Judith. Ella decidió que sería la última.
—Eres una persona maravillosa. Te mereces una mujer muy diferente, una mujer que esté segura de sus sentimientos, que pueda devolverte lo que tú le das, que…
No era extraño que él apenas la siguiera escuchando. Sacó una hoja de papel de su enorme portafolios plano y la puso sobre la mesa.
—¿Lo has notado? —preguntó con picardía y con demasiado buen humor para la situación.
En un café junto al puente de los Suspiros, él le había pedido a un artista callejero que les hiciera un retrato. Por ese motivo, allí había tenido su mejilla apretada contra la de Judith durante varios minutos. La cara de él estaba muy lograda, pero a Judith la suya, radiante, le parecía extraña. Cómo iba a adivinar un dibujante de Venecia qué aspecto tenía ella cuando estaba enamorada.
—Hannes, es mejor que por un tiempo…
—Sí, claro —la interrumpió él—, puedes quedarte con el dibujo si quieres, como un pequeño recuerdo.
—Gracias —dijo ella, desconcertada. No podía ser que ésa fuera ya la despedida.
Hannes: —Quizá lo de Venecia haya sido excesivo.
Judith: —No, no. Fue perfecto tal como fue. Guardaré un buen recuerdo de ese viaje, lo prometo —ella sentía su vergüenza hasta en las sienes. Ni su padre le había dicho semejantes cosas a su madre—. ¿Me odias ahora? —preguntó, con la esperanza de un rotundo «sí», en la cúspide del bochorno.
No pudo impedir que él le cogiera la mano y se la llevara a los labios. Cuando se deja a alguien, hay que tolerar todo eso.
Hannes: —¿Odiarte a ti? —él sonrió—. Amor, no sabes lo que dices.
Ella se temía algo peor: era él quien no sabía lo que ella estaba diciendo. Y además ya iba siendo hora de que dejara de llamarla «amor», pensó.
—Pues nada —dijo ella, cuando la pausa se volvió insoportable.
—Pues nada —dijo él, como si se tratase de un chiste tan bueno que pidiera a gritos ser repetido.
Ella tenía en la punta de la lengua: «Estoy segura de que volveremos a encontrarnos». Pero le añadió una analgésica dosis de optimismo calculado y se inclinó por:
—Seguro que no nos perderemos de vista.
Entonces él rió con todo su abanico de dientes blancos:
—No, seguro que no.
Judith se puso de pie y se dirigió a la salida deprisa, para evitar un dramático beso de despedida.
—Seguro que no, amor —le gritó él, mientras ella se alejaba.