Venecia no tuvo la culpa. Hizo lo que pudo para estar a la altura de su afamado romanticismo. Pero, a pesar de sus coloridas góndolas y sus canales verdes, ante Hannes Bergtaler llevaba todas las de perder. Por su febril mirada científica al emprender el viaje, por el beso de guía turístico con que la saludó y por su maletín de expedicionario, Judith ya comprendió que había sido un error aceptar aquel regalo.
Se alojaron en una pequeña suite cuatro estrellas, con un balcón que daba a uno de los cuatrocientos veintiséis puentes históricos. Hannes los conocía todos, de modo que Judith no tuvo necesidad de recordar ninguno. Se diría que él se había criado en Venecia. Aunque aseguraba que nunca había estado allí antes.
Sea como sea, conocía Venecia casi mejor que a sí mismo. Como pronto quedó demostrado, enseñársela a Judith era el sentido último del viaje, el último y el primero…, el único. Al principio, Judith no intentó resistirse. Hannes era incorregible e implacable en su afán de poner el mundo a sus pies (en este caso, Venecia).
Fueron aplazando el sexo de una noche para otra por el agotamiento (ella), y porque de todos modos el sexo no contribuía a descubrir la ciudad (él). Durante el día, obedeciendo a un refinado plan geográfico, el programa incluía visitas a museos, a lugares con y sin interés turístico, pausas de duración limitada para tomar un café, que Hannes aprovechaba para impartir pequeños seminarios particulares de arquitectura, y excursiones a la periferia, «la secreta, oculta, pero genuina y auténtica Venecia». Para las tres noches había reservado mesas en conocidos restaurantes y comprado entradas para los mejores conciertos de violín y obras de teatro de cada día. Es probable que hasta los sitios en los guardarropas estuvieran reservados. Ahora podía imaginar Judith qué era lo que él había estado haciendo las dos últimas semanas.
Volvió a notar que todos sus sentimientos hacia Hannes estaban sujetos a obligaciones. Esta vez tenía una deuda de gratitud y reconocimiento. ¡Menudo guía turístico de élite era, menudos ases se sacaba de la manga para darle incesantes muestras de su amor! Pero si uno ha de estar impresionado durante tres días seguidos con intervalos de una hora, llega un momento en que ya no lo consigue. Al cabo de dos días, Judith se hartó de la frenética Venecia de Bergtaler y fingió ataques de migraña.
La tercera y última noche se despertó sobresaltada por malos sueños y se encontró de espaldas, aprisionada entre los brazos y las piernas de Hannes. Las tentativas de liberarse sin despertarlo fracasaron. Se odió a sí misma por haberse puesto y haberlo puesto a él en aquella posición. Además la situación le produjo pánico, mezclado con un sentimiento de profunda tristeza alimentada por la calma y la oscuridad. Con la mano derecha libre buscó a tientas el interruptor y encendió la araña de filigrana. Al principio, los cristales emitieron nítidos destellos de colores que delinearon la infancia de Judith. Luego empezaron a difuminarse y poco a poco se fueron deshaciendo en lágrimas. Finalmente fueron arrastrados por los torrentes de sus ojos.
Ella contuvo los sollozos lo mejor que pudo. Sólo faltaba soportar unas horas más aquella espantosa falta de libertad de movimientos pasando desapercibida. Pero después de Venecia debía acabarse de inmediato. Tenía que decírselo. Es más: tenía que decírselo de modo tal que él lo entendiera. Tenía que separarse de él en buenos términos. Sólo pensarlo le daba miedo.