5.

Los siguientes días Hannes la sorprendió con su reserva, y estaba bien que así fuera. Judith no se sentía en condiciones de pasar una noche con él, al menos no todavía. Tenía preparada una serie de elaboradas excusas para evitar un encuentro. Pero si hubiese confesado la verdad, habría dicho algo así: «Lo siento, Hannes, es que de momento no estoy de humor para verte. Tu nostalgia me saca de quicio. Me he hartado de tu insistencia. En concreto: de tu asalto nocturno. Es esa imagen del hombre acurrucado delante de mi puerta a medianoche, que ha estado esperándome, acosándome, invadiéndome. Ese hombre no se me quita con tanta facilidad de la cabeza. Y es del todo incompatible conmigo en una misma cama».

Las aclaraciones quedaron sin formular, pues sorprendentemente él no dio claras señales, ni siquiera oscuros indicios, de querer verla por la noche. Tres veces saludó a través del escaparate. Sus llamadas telefónicas fueron breves y cordiales. Se esforzaba al máximo por resultar gracioso, y un par de veces incluso lo consiguió (con relativa espontaneidad).

En todo caso —y ésa era su nueva y agradable faceta— parecía haberse deshecho de su abrumadora melancolía. Cultivaba el tono distendido, evitaba el patético tema del «amor de su vida», hurgaba en el cajón de las pequeñas atenciones y se contentaba con tiernas citas de su diccionario secreto de los mil piropos más hermosos.

Al cabo de una semana de cercanía bien dosificada y de ininterrumpida distancia, ella había recobrado la confianza necesaria para hablarle del asunto de Ali.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó.

Hannes: —¿Tú qué crees?

Judith: —¿Que qué creo? No quiero que sea lo que yo creo.

Hannes: —Pues ahora me interesa más todavía qué crees tú que es.

Judith: —Creo que lo hiciste por mí.

Él soltó una sonora carcajada. Si era fingida, estaba bien fingida.

Hannes: —Amor, esta vez te equivocas. Necesito las fotos, tengo que hacer un fichero. Ali necesita dinero, tiene que mantener a una familia. Y Ali sabe sacar fotografías. Ojalá todos los negocios fuesen tan sencillos.

Judith: —¿Por qué no hablaste primero conmigo?

Hannes: —Lo reconozco, quería darte una sorpresa, amor. Porque sabía que te alegrarías por tu hermano.

Judith: —Hannes, tus sorpresas son demasiado frecuentes y demasiado grandes.

Hannes: —Amor, no podrás quitarme esa costumbre. Me encanta darte sorpresas. Es la mejor de mis aficiones, ya casi se ha convertido en el sentido de mi vida.

Él rió. Cuando intentaba ser irónico consigo mismo, era cuando a ella mejor le caía.