2.

Por la noche, Judith se encontró con Gerd y algunos de sus compañeros y compañeras del Instituto Gráfico, en el restaurante español de la Märzstraße.

—¿Dónde está Hannes? —preguntó él, en lugar de saludarla.

Judith: —En un viaje de trabajo, en Leipzig.

Gerd: —¡Ah, qué pena!

No lo dijo por cortesía, sino con sinceridad, y a Judith eso le molestó. Lo tomó como una pequeña afrenta para su segunda mitad, recién recuperada.

Cuatro horas después, cuando se despidieron, Gerd enmendó su error.

—Siempre eres especial —dijo—, pero hoy has estado especialmente especial, te has soltado mucho.

—Gracias —respondió Judith.

No habría sido por los temas de conversación (la contaminación, las madres, la plaga minadora del castaño de Indias, la reencarnación).

Judith: —Me he sentido muy a gusto en vuestra reunión, ha sido una noche estupenda.

Aún seguía teniendo una sonrisa de bienestar en los labios cuando cerró con llave el portal por dentro, subió al ático en el ascensor y buscó a tientas el botón rojo luminoso, que encendía la luz de la escalera. Entonces lanzó un grito agudo. El manojo de llaves se le cayó de la mano y fue a dar contra el suelo de piedra con gran estrépito, como si hubiese partido gruesas paredes de cristal. Alguien que estaba acurrucado delante de su puerta se puso de pie y se dirigió hacia ella. Judith quería huir, pedir socorro, pero el estado de shock en que se encontraba su cerebro paralizaba su cuerpo.

—Amor —susurró él con voz ronca.

—Hannes, ¿eres tú? —balbuceó ella, con un nudo en la garganta—. ¿Te has vuelto loco? —el corazón le martilleaba en el tórax—. ¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí?

Sólo entonces vio el enorme ramo de rosas rojas oscuras con que él la apuntaba, como si fuera un arma, con los tallos hacia delante.

Él: —Estaba esperándote. Llegas tarde, amor, muy tarde.

Ella: —¿Estás loco, Hannes? No puedes hacer esto. Me has dado un susto de muerte. ¿Por qué no estás en Leipzig? ¿Qué estás haciendo aquí?

Ella respiraba con dificultad. Él dejó las flores en el suelo y le tendió los brazos abiertos. Ella retrocedió.

—¿Que qué estoy buscando? Te estoy buscando a ti, amor. Quería darte una sorpresa, no imaginaba que volverías tan tarde. ¿Por qué tienes que volver a casa tan tarde? ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué nos haces esto?

La voz le temblaba. La luz del pasillo le daba en la cara. Alrededor de sus ojos proliferaban profundas arrugas sombrías.

—¡Vete, por favor! —dijo ella.

Hannes: —¿Me estás echando?

Judith: —No puedo verte ahora. Necesito estar sola. Tengo que asimilar esto. ¡Así que vete, por favor!

Hannes: —Amor, lo has entendido todo mal. Puedo explicártelo. Yo quiero estar contigo, quiero estar siempre contigo. Yo te protejo. Somos una pareja. Déjame entrar. ¡Déjame explicártelo todo!

Judith sintió cómo poco a poco sus miembros se liberaban del shock, cómo la furia iba cobrando fuerza dentro de ella e impregnaba sus cuerdas vocales.

—¡Sal de esta casa ahora mismo, Hannes! —exclamó—. ¡Ahora mismo! ¿Me has entendido?

En el cuarto piso se abrió una puerta y alguien gritó:

—¡Silencio ahí arriba! ¡O llamo a la policía!

Hannes se sintió intimidado por la amenaza, de pronto parecía turbado:

—Y yo que pensaba que te alegrarías… —murmuró con un hilo de voz. Ya estaba junto al ascensor—. ¿Es que no me has echado de menos? —ella no contestó—. ¿No quieres al menos tus flores? Tienen sed. Necesitan agua. Llevan muchas, muchas horas esperando agua.