Judith había temido la última parte del regreso a casa. A mamá ya la habían dejado. Hannes le había llevado el bolso hasta la puerta del piso. Seguro que ella se pondría a rellenar de inmediato el primer formulario de adopción.
—Oye, Hannes…
Judith debía decírselo ahora: no quería pasar la tarde ni la noche con él. Es más, necesitaba con urgencia unos días para ella. «Para ella» equivalía a «sin él». Quería volver a sentirse «completa», necesitaba recuperar su otra mitad. Sin aquella otra mitad era impensable estar con Hannes. Él la interrumpió:
—Amor, me he guardado la mala noticia para el final. Simplemente lo he aplazado, hoy ha sido un día tan bonito, tan armónico…, justo como yo quería. Tienes una familia tan maravillosa… Y tus amigos. Y los niños.
Parecía compungido.
Judith: —¿Qué mala noticia?
Hannes: —No podremos vernos por una semana.
Judith: —¿Una semana?
Por fortuna, su concentración en la carretera no admitía gestos emocionales.
Hannes: —Sí, lo sé, es espantoso, casi insoportable, pero…
Y luego explicó por qué el seminario de arquitectura en Leipzig no podía celebrarse sin él.
—Sí, lo comprendo. Entonces tienes que ir, no hay peros que valgan —dijo Judith, esforzándose por poner cara seria y valerosa.
—Quizá tampoco sea tan malo para nosotros —dijo él.
Ella le echó un vistazo. No había ningún dejo de cinismo en su voz.
Judith: —¿A qué te refieres?
Hannes: —Un poco de distancia. Para poner las cosas en orden. Para que volvamos a sentir nostalgia.
Judith: —¡Sí, Hannes, qué gran verdad!
A ella le costaba disimular su alegría.
Hannes: —Hasta el amor más grande necesita aire para desarrollarse.
Judith: —Sí, Hannes. Sabias palabras, muy sabias palabras.
Se merecía un beso. Ella giró a la derecha para aparcar.
—Pero esta noche duermes en casa —le dijo.
—Si me dejas… —contestó él.
Sus arrugas solares sonrieron.
Judith: —No es que te deje, es que debes.