Los chillidos, los murmullos y las carcajadas provenientes del jardín despertaron a Judith a la mañana siguiente. A los pies de su cama de invitados estaba el saco de dormir azul vacío. Hannes debía de haberse acostado cuando ella ya estaba dormida y debía de haberse levantado antes de que ella se despertara. Junto a su almohada había una nota con un corazón asimétrico dibujado a lápiz y el siguiente mensaje: «Amor, no sé lo que me pasó ayer. Me comporté como un quinceañero. Te lo prometo: nunca más volverás a verme así. Perdóname, por favor. La única explicación que puedo darte es mi amor loco por ti. Tuyo, Hannes».
Fuera hacía sol. Ella vio a Hannes por la ventana, de magnífico humor, acosado por los niños. Levantaba algo con una mano y luego con la otra, y lo hacía girar en el aire. Lukas y Antonia estaban al lado y bromeaban con él. Cuando él vio a Judith, la saludó efusivamente con la mano.
En la terraza ya estaba servido el desayuno.
—Nos han regalado un duendecillo nocturno —le contó Hedi a Judith.
Todos los platos estaban lavados y guardados, y el suelo barrido. La cocina estaba irreconocible, hacía años que no estaba tan limpia. Hasta la costra del fogón, que parecía irreparable, de repente había desaparecido.
—¿Se puede alquilar a Hannes también entre semana? —preguntó Hedi.
Judith se esforzó por reír de manera cordial.
Hannes rechazó los cumplidos.
—Cuando no puedo dormir, prefiero volcarme en las tareas domésticas. Es una manía que tengo —dijo—. Y a preparar el desayuno me ha ayudado mamá.
La madre de Judith estaba sentada a su lado, por supuesto. Él le apoyó la mano en el hombro.
—¡Bah!, un par de tazas —dijo ella, y lo recompensó con una serie de miradas de diva.
Por la mañana, mientras Hannes correteaba con los niños, Judith consiguió arrancarle unas palabras a su callado hermano. Ali le contó que ahora le iban mejor los antidepresivos, que a veces realmente rebosaba de dinamismo. Le hacía muchísima ilusión el bebé y se había jurado ser el padre perfecto (también se lo había jurado a Hedi). Lo único que le faltaba era un trabajo regular. Con las fotos de paisajes no se ganaba nada. Por desgracia no había aprendido a hacer nada más, y en ese aspecto era mejor dejar las cosas como estaban.
—¿Y qué te parece Hannes? —preguntó Judith.
Ali: —Sabe arreglar la casa.
Judith: —¿Y qué más?
Ali: —Pues no sé, en cierto modo es terriblemente… terriblemente simpático.
Judith: —Sí, lo es.
Ali: —Y ya casi es de la familia.
Judith: —Todo ha sido superrápido. Alucinante.
Ali: —Tú estás distinta cuando estás con él.
Judith: —¿En qué sentido?
Ali: —En cierto modo sólo estás… a medias.
Judith: —Eso suena fatal.
Ali: —En fin, si tú lo quieres…
Judith guardó silencio, se hizo una pausa.
Ali: —¿Lo quieres?
Judith: —No lo sé.
Ali: —¿No se sabe siempre cuando se quiere?