Él se marchó después de desayunar. Tenía que hacer compras. Judith recuperó la noche en vela. Por la tarde, cuando empezó a llover, fueron juntos a recoger a mamá (en el Citroën blanco de ella).
—Subo a su casa un momento, tú quédate en el coche si quieres —dijo Judith.
Él la acompañó. En la mano derecha llevaba un gran paraguas violeta, en la izquierda, un ramo de peonías que le entregó a la madre en la puerta del piso con una reverencia teatral. A ella enseguida le cayó bien, pues iba vestido más o menos a la moda de su juventud. Abrazó a su hija con más efusión que de costumbre. En parte, dándole la enhorabuena por haber encontrado al fin un hombre que encajase con ella (con mamá).
—¿Y a qué se dedica usted? —preguntó mamá durante el viaje.
Hannes: —Soy arquitecto, señora.
Mamá: —¡Ah, arquitecto!
Hannes: —Mi pequeño despacho está especializado en reformas y reconstrucción de farmacias.
Mamá: —¡Ah, farmacias! ¡Estupendo!
—Quizá te construya una para ti, mamá —comentó Judith en tono mordaz.
Al cabo de dos horas y media llegaron a la antigua finca precariamente renovada, en la solitaria región de Mühlviertel, en Alta Austria. Hedi tenía allí una pequeña granja ecológica. Ali trabajaba como fotógrafo paisajista, pero de manera más bien esporádica, sólo cuando el paisaje se lo suplicaba con toda el alma. Para ellos, las cosas materiales no eran muy importantes, hasta podían prescindir de los cepillos para el pelo y los cortabarbas.
—Yo soy Hannes —dijo Bergtaler, con su crónica euforia saludadora, y le tendió la mano a Ali con excesiva efusividad.
El hermano de Judith retrocedió de forma instintiva.
—Hannes es mi novio —aclaró ella, como justificación de sí misma, de él y de la situación.
Ali se quedó mirándolo como si fuera una de las maravillas del mundo.
—Es arquitecto —añadió mamá, posando alternativamente sus ojos en Ali y en Hedi, con las cejas levantadas.
Hannes les entregó a ambos una caja con tres botellas de vino biológico del sur de Burgenland.
—En mi opinión, el mejor de la zona —dijo.
Ali detestaba el vino. A Judith nada le habría gustado más que marcharse enseguida. Probablemente nadie lo habría advertido.
La velada transcurrió en torno a la tosca mesa, bajo una pantalla seudorrústica cubierta de polvo…, a cámara lenta. Judith se dedicó más que nada a jugar con la cera de las velas del candelero plateado que tenía delante. Formaba bonitas bolas con la cera que se derretía y volvía a solidificarse, las apretaba con el pulgar sobre la mesa, despegaba las plaquitas con el cuchillo y volvía a formar bolas con ellas.
Casi sin interrupción, Hannes mantenía una mano sobre la rodilla de ella, cada vez más caliente. La otra la empleaba para hacer gestos de apoyo, mientras disertaba ante la familia sobre arquitectura, el amor (a Judith) y el mundo. Él era, con mucho, la persona más locuaz y activa de aquella tertulia.
Sólo hubo alguna que otra riña aislada. Hedi pretendía tener un parto en casa con una comadrona checa, mamá abogaba enérgicamente por el Hospital General de Viena, que estaba un poco mejor equipado, sobre todo en lo que respecta a la higiene, dijo mientras fulminaba a Hedi con la mirada. Hannes puso término a la discusión desenvolviendo un regalo de cumpleaños para la embarazada, que él mismo, exento de los donativos familiares de rigor, había comprado al parecer por la mañana: dos peleles de bebé, uno rosa y otro celeste.
—Porque no sabíamos si era niña o niño —explicó, y le guiñó un ojo a Judith.
Mamá rió. Ali no dijo nada.
—Será niña —le dijo Hedi a Hannes. Y añadió—: El celeste lo guardaremos para vosotros.
La risa de mamá dio paso a la emoción. Ali no dijo nada. Hannes resplandecía de felicidad. Judith le quitó la mano de la rodilla con suavidad. Tenía que ir con urgencia al baño.