Por la mañana temprano, cuando Judith apenas había dormido, olía a café, sonaba música clásica en la radio, y Hannes, que ya estaba a medio vestir, se inclinó sobre ella, la despertó con un beso y la miró con ojos radiantes.
—Ha llamado tu mamá —dijo.
Judith: —¿Por qué?
Lo que ella quería decir era por qué él lo sabía, por qué había cogido el teléfono, por qué no la había despertado.
Hannes: —Ha llamado tu mamá y ha preguntado cuándo íbamos a recogerla.
Judith: —¿Íbamos?
Aquello fue un grito. Judith estaba totalmente despierta y furiosa.
Hannes: —Le he dicho que probablemente yo no iría.
Judith: —Ya.
Hannes: —Qué pena, ojalá lo reconsidere, ha dicho ella. Le habría gustado conocerme. Mi hija me ha hablado mucho de usted, ha dicho.
Judith: —¿Y?
(Ella no le había contado casi nada de Hannes a su madre, una vez más su madre confundía a todos los hombres).
Hannes: —Si no quieres que vaya, no voy, desde luego. No quiero importunar, de verdad que no quiero. Tal vez realmente sea demasiado pronto para conocernos.
Judith: —Sí.
Ella respiró hondo y le acarició el cuello.
Hannes: —Pero me gustaría mucho ir contigo. Tu mamá me cae bien. Es simpática por teléfono. Tiene la misma voz que tú. Me gustaría muchísimo acompañarte. Será un bonito fin de semana, ya verás, amor. Me gusta tu familia. Me gusta todo lo que tiene que ver contigo.
Judith: —Sí, lo sé.
Hannes: —Vamos a pasar un maravilloso fin de semana, te lo prometo. Puedo dormir en el suelo, no me importa, tengo un saco de dormir grueso. Me encanta estar contigo, amor. Te quiero. Me gustaría mucho acompañarte. ¿Puedo ir contigo?
Judith rió. Él la miraba con los ojos de un San Bernardo bien adiestrado que acababa de descubrir en sus pupilas un bistec. Ella le tocó la punta de la nariz con el dedo índice y lo besó en la frente.
—Pero después no digas que no te lo advertí —dijo.