—¿Y qué hacemos el fin de semana? —preguntó Hannes.
Ya había pasado una hora del sábado. En la habitación de Judith, las luces (de la divertida araña de latón de una diseñadora de Praga) estaban apagadas. Ella aún estaba despierta en su cama, con la cabeza apoyada en el vientre de él, sintiendo el placentero contacto de sus dedos fuertes masajeándole el cuero cabelludo.
Dejó escapar un suspiro hondo y lo más angustiado posible, y dijo:
—Por desgracia tengo que ir al campo, a casa de mi hermano Ali. Una cita obligada. Gran reunión familiar. Hedi cumple años. Va a ser duro, créeme. Ella está al final de su embarazo. Y mi madre irá también, desde luego. Ya sabes, te lo he dicho: Hedi y mi madre no se llevan bien. Va a ser agotador, créeme. Muy agotador.
Y volvió a suspirar con aire trágico.
—Juntos lo lograremos —proclamó desde lo alto Hannes, que se había incorporado en la cama.
Judith: —¡No, ni hablar, Hannes!
Ella se asustó de su propio tono y lo suavizó de inmediato.
—Oye, oye, cariño, debo hacerlo sola. Va a ser terriblemente agotador. No puedo pedirte eso. Tú no conoces a mi familia —añadió, pasándole las uñas por la mano con ternura.
Hannes: —Los conoceré y me caerán bien.
Judith: —Sí, pero no todos juntos, es demasiado de una vez, créeme. Mi hermano puede llegar a ser muy complicado. Y también viene una pareja amiga con dos niños. Será bastante reducido, el espacio quiero decir. Tú no, Hannes, eres muy amable, pero esta vez tendré que hacer de tripas corazón e ir yo sola.
Ahora estaban sentados en la cama, uno al lado del otro, Judith con los brazos cruzados.
Hannes: —No, amor, de eso nada, no voy a dejarte en la estacada. Por supuesto que iré contigo. Ya verás cómo juntos lo arreglaremos.
Para Judith no había nada que arreglar. Encendió la luz, él debió de notar la firmeza en su mirada.
—No puede ser, Hannes. Esta vez no, de verdad. No hay cama para ti. Nos veremos el domingo por la noche y te lo contaré todo. ¿De acuerdo?
Ella le acarició la mejilla. Él guardó silencio y puso una cara que Judith aún no le conocía. Parecía apretar los dientes con los labios fruncidos, pues se le marcaron los pómulos. Alrededor de los ojos estaban las arruguillas, pero sin la risa ya no eran rayos de sol, sino surcos sombríos. Al final se puso de costado y hundió la cabeza en la almohada.
—Buenas noches, amor —murmuró tras una larga pausa—. Consultémoslo con la almohada.