2.

El viernes anterior a Pentecostés, Judith visitó por primera vez el piso de Hannes en la Nisslgasse. Él había ido varias horas antes que ella para «arreglar la casa», como él decía (aunque a ella le costaba imaginar que algo en su vida pudiera estar desarreglado, y mucho menos su casa).

En la entrada, él se comportó de un modo extraño, abrió la puerta con titubeos, como si temiera ser invadido por visitas desagradables. Cuando Judith entró, cerró con llave y corrió el cerrojo.

—¿Pasa algo? —preguntó ella.

—Que te quiero —respondió él.

—¿Y qué más? Pareces muy tenso.

—Tú, en mi piso: si eso no me pone tenso, entonces ¿qué?

Al ver la decoración, ella se dio cuenta de lo poco que sabía de él y de lo claro que estaba todo. Cada objeto —algunos de ellos, oscuros muebles antiguos de considerable valor— tenía su sitio y parecía inamovible. Desde el sofá de abuelo se podía disfrutar de una maravillosa vista de una tabla de planchar gigantesca, colocada en el centro de la habitación e iluminada por una lámpara de bajo consumo decorada con unos horribles cubos de vidrio color café con leche. La cocina era pequeña y estaba clínicamente limpia como en un folleto publicitario. La vajilla se escondía en las vitrinas, de puro miedo a ser usada. De todos modos, Judith sólo quiso un vaso de agua.

La única habitación con vida, que parecía habitada, era el despacho. Sólo allí se podía pensar que el inquilino era un arquitecto y no un administrador de herencias jubilado. Había planos por todas partes, en las paredes, en el escritorio y en el suelo de parqué. Olía a lápiz, goma de borrar y trabajo minucioso.

La puerta de la habitación estaba cerrada y no había inconveniente en que siguiera así. De todas maneras, Hannes la entreabrió sólo un poco, como si no hubiese que molestar el sueño milenario de las dos camas individuales, con colchas a cuadros, flanqueadas por mesillas vacías. Del techo colgaba una luna llena blanca. Judith sabía que las lámparas esféricas siempre venden su luz por debajo de su valor.

—Bonito —decía ella con intervalos de treinta segundos—. No es del todo mi estilo, pero es muy bonito —intercaló un par de veces.

Hannes la llevó de la mano durante todo el recorrido, como si estuvieran atravesando una zona inaccesible o incluso un campo minado.

—¿Han entrado y salido muchas mujeres de aquí? —preguntó Judith.

—No lo sé, en todo caso los inquilinos anteriores eran médicos, una pareja de dentistas —contestó Hannes.

Él dominaba el arte de malinterpretar las preguntas imposibles de malinterpretar.

Al final de la visita guiada se quedaron un rato de pie, junto a la tabla de planchar, sin saber cómo seguiría el programa. Enseguida él lanzó la ya inequívoca mirada de Hannes, con sus muchas arruguillas solares, la abrazó y la besó. Dieron unos pasos tambaleándose hacia el sofá. Antes de que se dejaran caer, Judith tomó la palabra soltándose del abrazo.

—Oye, cariño —le susurró a Hannes al oído—, ¿vamos a mi casa?