Ella había descubierto en una tienda de antigüedades de Rotterdam la lámpara de pie que estaba al lado de su sofá ocre. Las tulipas móviles pendían como flores de codeso de un grueso tallo arqueado. La fuente de luz se derramaba y se agotaba en sí misma. La habitación sólo recibía de ella lo imprescindible.
Judith había tardado mucho tiempo en orientar las pantallas en el ángulo óptimo entre ellas. Ahora la lámpara conseguía que hasta los ojos más cansados resplandecieran, los rostros más apagados se iluminaran, las personas más tristes rieran. Si Judith hubiese sido psicoterapeuta, habría hecho sentar allí a sus pacientes en silencio tan sólo unos minutos y luego les habría preguntado qué problemas tenían o si aún recordaban cuáles eran.
Judith era tan sensible a las luces conocidas y sus efectos que era capaz de percibirlos incluso con los ojos cerrados, como ahora, para la solemne ceremonia de su primer beso con Hannes. ¿Cómo había preguntado Lara por teléfono? «¿Besa bien?…». ¿Bien? ¿Besarlo a él? Ella le había tocado los labios con los dedos, él le había puesto la mano en la nuca y le había atraído la cabeza hacia sí con suavidad. Luego, Judith lo sintió en varias partes al mismo tiempo, repartido por todo su cuerpo. Con sus piernas, él le sujetó las suyas en tenaza. Con su hombro derecho le oprimió el torso. Le rozó las caderas con sus codos. Sus brazos le ciñeron la estrecha cintura cuan largos eran y siguieron deslizándose hacia arriba. Sus manos le tomaron el cuello por ambos lados y le inmovilizaron la cabeza. Judith se encontraba completamente trabada cuando los labios de él iniciaron el aterrizaje en su boca como las ruedas de un aeroplano de varias toneladas sobre el asfalto blando. Se balancearon un par de veces, luego se dejaron caer y succionaron con fuerza. Judith abrió los labios y dejó en libertad su lengua, que fue sacudida sin control, de un lado a otro, como en el centrifugado final de un ciclo de lavado completo.
Un puño logró soltarse y le dio un golpecito en la nuca. Él aflojó la presión de inmediato.
—¡Eh, no tan fuerte, que me vas a ahogar! —se quejó ella.
—Perdona, mi amor —le susurró Hannes al oído con un hilo de voz.
Sólo entonces ella abrió los ojos. Su aspecto la tranquilizó. Parecía compungido, como un escolar torpe que otra vez ha vuelto a hacerlo todo mal.
—¿Siempre das besos tan ardientes? —le preguntó ella.
—No, es que…, es que…, es que… —necesitó tres intentos—. Es que te amo tanto que no sé qué hacer —replicó con un deje patético.
Vale, el argumento era aceptable.
—Pero no por eso tienes que devorarme entera —dijo ella con ternura.
Él sonrió abochornado, sus ojos resplandecían bajo la luz del codeso.
Judith: —Tienes que tratarme con delicadeza, soy de porcelana.
Ella le tocó la punta de la nariz con el dedo índice. Él le apoyó las manos suavemente en las mejillas.
Ella: —¿Por qué tiemblas?
Él: —Te deseo mucho.
Ella: —¿Quieres hacer el amor conmigo?
Él: —Sí.
Ella: —Entonces hazlo.
Él: —Sí.
Ella: —Pero con la luz encendida.