El segundo sábado de mayo, Ilse y Roland la invitaron a cenar para devolverle la invitación de Semana Santa. De nuevo estaban Gerd y la pareja que perseveraba en hacer manitas, Lara y Valentin. Hacía bastante calor para sentarse en la terraza. Los baratos y poco originales faroles de jardín no molestaban, cuatro velas gruesas alrededor de la mesa conferían calidez y color a la luz eléctrica.
Sobre las ocho, cuando Roland trajo un aperitivo cubierto de gambas, relleno con aguacate y decorado con cilantro, Mimi (4) y Billi (3), tras haber acaparado y alterado uno por uno a todos los invitados, ya estaban cansados y refunfuñones. A las diez, cuando para terminar Ilse sirvió una «tarta de queso facilísima», receta de Jamie Oliver, los niños por fin se habían quedado dormidos lloriqueando y pudo entablarse algo similar a una conversación de adultos.
—Hay novedades —dijo Judith recurriendo a su tercera copa de Cabernet Sauvignon.
—¿Cómo se llama? —preguntó Gerd, que había estado observándola.
Ella no había ocultado que ocultaba un bonito secreto.
—Se llama Hannes y os gustará —respondió Judith, por desgracia con excesivo énfasis, cosa que habría de pagar de inmediato.
—¿Por qué no está aquí? —preguntó Ilse, casi perpleja.
Roland también parecía molesto. De repente se fue generando un ambiente cargado de fingida indignación, que dio lugar a una absurda idea de Gerd: que Judith enmendara su error y llamase a ese tal Hannes, que les gustaría a todos, para hacerle una invitación espontánea. Tenían mucha curiosidad por conocerlo.
Judith se opuso con todas sus fuerzas. Quería disfrutar un poco más de él a voluntad, con libre disposición en su imaginación, y no tenerlo sentado a su lado, ya inamovible. Además, era casi impensable que un sábado por la noche él estuviera dispuesto a dejarse atraer a la periferia oeste de Viena por anfitriones desconocidos.
Pero finalmente cedió a la presión de sus amigos y, a modo de gesto más que de invitación, le envió a Hannes un SMS, diciendo que se uniera al grupo, que lo estaban pasando muy bien, que lo invitaban de todo corazón, que la dirección era tal y cual. Lo hizo en la certeza de que él no le contestaría, que estaría yendo a alguna parte u ocupado, que probablemente ni siquiera vería el mensaje, al menos no a tiempo para venir, aun cuando no tuviera nada mejor que hacer, cosa que ella daba por descartada. En menos de un minuto llegó al móvil de Judith el siguiente mensaje: «¡¡¡Muchas gracias por la invitación!!! ¡Estoy en veinte minutos! Hannes».