Por primera vez en tres años, en la pequeña azotea de Judith el arbolito de hibisco volvió a llenarse de flores de un rojo intenso. Fueron buenas semanas. Algo estaba naciendo. Nacía de nuevo cada día y arrastraba consigo todo lo que acababa de nacer. Judith intentaba limitar lo más posible el número de encuentros con Hannes, es decir, no cinco veces al día como él habría querido, sino sólo una o dos. Tenía miedo de que para él se perdiera el encanto, de que pronto se hartara de verla, de ver sus giros y las expresiones de su cara, tenía miedo de que él ya no supiera qué flores regalarle, qué mensajes enviarle en forma de misivas o correos electrónicos, qué piropos decirle y con qué palabras desearle «buenos días» o «buenas noches» por SMS.
Judith se hallaba en una situación nueva. Esta vez no era ella la que esperaba de un hombre más de lo que en un principio él parecía dispuesto a darle o capaz de darle. No, esta vez había un hombre que por lo visto estaba impaciente por colmar sus expectativas. Esta vez ella reducía lo más posible sus expectativas para que durara mucho la capacidad que él tenía de colmarlas. Con un poco de suerte, podría pasar el verano así colmada. Colmada de Hannes Bergtaler: un metro noventa, ochenta y cinco kilos, fornido, torpe, cuarenta y dos años, soltero, con ojos llenos de plieguecillos solares, dotado de la magnífica dentadura de su abuela.
Muchas cosas le llamaban la atención de él, ninguna le molestaba. Ni sus chistes, que solían empezar por el final y seguir con el resto. Ni su concepto de la moda de primavera, al que llevaba cierto tiempo habituarse. Ni sus camisetas lavadas hasta la saciedad, que no podían considerarse prendas de calle por mucho empeño que se pusiera. Ni siquiera su expresión favorita, la que repetía a cada rato: «de piedra». Hasta el momento, Judith había evitado preguntarle si por casualidad no seguía viviendo (como un convidado de piedra) con su madre.
Era un tipo distinto a todos los anteriores, no era su tipo, ni el de ninguna de las mujeres que ella conocía. Era tímido y atrevido a la vez, vergonzoso y desvergonzado, se controlaba y se dejaba llevar, era dueño de una torpe determinación. Y sabía lo que quería: quería estar cerca de ella. Es un anhelo más que encomiable, pensó Judith. Se propuso andarse con cuidado y no precipitarse. No quería darle falsas esperanzas. Darle esperanzas sí, pero no falsas. A su debido tiempo, el futuro le sugeriría al presente cuáles eran las legítimas.
De momento, las noches y los fines de semana aún transcurrían sin él, al menos desde el punto de vista físico. Por paradójico que parezca, Judith consideraba los momentos sin él como los momentos más bonitos e intensos con él. Fuera cual fuese la actividad habitual que realizaba, todo pasaba a un segundo plano, todo ocurría como si estuviera bajo los efectos de drogas de la felicidad. Sí, por primera vez, aunque probablemente sólo por poco tiempo, era una mujer soltera sin preocupaciones, completamente feliz. Podía hacer lo que le apetecía: pensar en Hannes Bergtaler. Era maravilloso ver crecer su nostalgia de él. Es posible que tan sólo creciera su nostalgia de la nostalgia que él sentía de ella, pero no dejaba de ser nostalgia, y por fin Judith volvía a sentirla.