«En cualquier momento» fue a la mañana siguiente. Bianca gritó:
—¡Jefaaa, tiene visita!
Judith supo en el acto lo que eso significaba. Hannes de apellido con «Berg» o «Burg» se encontraba debajo de una de sus piezas más valiosas, la monstruosa araña ovalada de Barcelona, la que desde hacía quince años todos admiraban y nadie compraba.
—Espero no molestarla —dijo él.
Llevaba una chaqueta azul de punto, con botones marrones, y tenía el aspecto de alguien que cada noche se sienta frente a la chimenea, bebe té Earl Grey y con los dedos de los pies masajea el denso pelaje de un San Bernardo macho con exceso de peso, mientras los niños corretean a su alrededor y se limpian los dedos sucios de plátano en el sofá.
Judith: —No, usted no molesta.
Le disgustaba estar tan nerviosa, no había ningún motivo lógico para ello, de verdad que no. Aquel hombre le resultaba simpático, pero en apariencia nada interesante, y ella no solía pensar en lo que estaba en el fondo cuando de hombres se trataba. No era en absoluto su tipo, aunque debía admitir que de todos modos ya no necesitaba conocer hombres de ningún tipo, pues si conoces uno, los conoces todos.
No sabía exactamente en qué residía el atractivo del señor Hannes de apellido con «Berg» o «Burg», tal vez fuera sólo la dinámica con que sabía orientar el azar hacia ella, la manera inesperada en que aparecía, siempre mucho antes de lo que cabía esperar, y la perseverancia con que se acercaba a ella, como si para él no hubiese nada ni nadie más en el mundo, sólo ella.
Pero, por favor, que no le viniera ahora con lo de ir a tomar un café, de verdad que sería demasiado pronto, ella pensaría que era un pesado y tendría que rechazarlo de inmediato, con toda claridad. No le apetecía ser el primer refugio para un padre de familia tal vez un poco necesitado sexualmente, cuya mujer entretanto está en casa haciendo chalecos azules de punto y cosiéndoles botones marrones.
Él: —No quiero ser pesado, de verdad.
Ella: —Pero no, si no lo es.
Él: —Es que desde anoche no se me quita de la cabeza.
Ella: —¿Qué cosa?
Él: —Usted, para ser sincero.
Por lo menos es sincero, pensó ella.
Él: —Me gustaría muchísimo invitarla a tomar un café y charlar un poco con usted, nada más. ¿Tiene algún plan para hoy después de cerrar la tienda?
—¿Después de cerrar la tienda? —preguntó Judith, como si se tratara del momento más absurdo que hubiera oído en su vida.
Ella: —Sí, lo siento, ya tengo planes.
Pero él la miró tan triste, dejó caer los hombros tan abatido, suspiró tan hondo, parecía tan dolido… como un niño pequeño al que le han quitado la pelota.
Ella: —Aunque quizás podría dejarlo para un poco más tarde. Un café rápido, después de cerrar… de alguna manera me haré tiempo —para mayor seguridad volvió a mirar el reloj—. Pues sí, yo creo que se podrá arreglar.
—Qué bien, qué bien —replicó él.
Sí, había que admitir que era un placer verlo desplegar aquella sonrisa, es más, ser la productora de todas esas arruguillas que, reflejadas por la luz de su araña predilecta de Cataluña, se posaron alrededor de sus ojos como rayos de sol.