5.

El domingo celebraron el cuarenta cumpleaños de Gerd en el Iris, un bar poco iluminado, capaz de hacerlo parecer diez años más joven. Gerd era popular. De los cincuenta invitados vinieron ochenta. Veinte de ellos no querían prescindir del oxígeno y, por ese motivo, pese a su aprecio por Gerd, se trasladaron al Phoenix, el bar de al lado, que estaba casi vacío gracias al pianista que tocaba en vivo. Judith fue una de ellos.

Se mostró sumamente cariñoso un hombre del pasado, afortunadamente lejano, que se había vuelto insignificante. Se llamaba Jakob, lástima que ese bonito nombre quedara unido para siempre a su cara. En realidad, hacía mucho que con él estaba todo dicho (o callado). Al cabo de tres años de una relación interpersonal —en la que Judith nunca había pasado de estar interpuesta—, ella se había visto obligada a terminar. La razón: Jakob tenía una crisis persistente…, una crisis llamada Stefanie, con la que poco después se casó.

Pero de eso hacía ya seis años, por eso aquella noche de sábado, en el Phoenix, Jakob volvió a ser lo bastante objetivo para notar que no había labios más bonitos que los de Judith. Los mismos labios que enseguida preguntaron:

—¿Y qué tal está Stefanie?

Jakob: —¿Stefanie?

A él aquel nombre le pareció muy traído por los pelos en ese contexto.

Judith: —¿Por qué no está aquí?

Jakob: —Se ha quedado en casa, no le van mucho estas fiestas.

Por lo menos en casa no estaba sola, seguro que Felix (4) y Natascha (2) se encargaban de entretenerla. Judith insistió en ver fotos de los niños, las que todo papá más o menos declarado lleva en la cartera. Jakob se resistió un poco, pero finalmente le enseñó las fotos. Después se sintió lo bastante relajado para volver a casa.

Judith se disponía a sumarse a un grupo de intervención en crisis, fundado en el bar, para luchar contra el calentamiento global, cuando alguien le tocó el hombro por detrás, con un desagradable golpecito corto y preciso. Ella se dio la vuelta y se asustó. Era una cara que no encajaba en aquel sitio.

—Qué sorpresa —dijo el hombre de los plátanos.

Judith: —Ya.

Él: —Me he dicho: ¿será ella o no?

Judith: —Ya.

Eso quería decir que era ella. Y por eso se sintió pillada, con angustia e intensas palpitaciones. Ahora no había más remedio, tenía que hablar.

—¿Qué hace USTED aquí? Quiero decir, ¿qué lo trae por aquí? ¿Conoce a Gerd? ¿También está en la fiesta de cumpleaños? ¿Viene a menudo por aquí? ¿Es cliente habitual? ¿Toca el piano? ¿Es el nuevo pianista?

Algunas de estas preguntas las formuló, otras sólo las pensó. Por ejemplo: ¿Me ha visto entrar aquí? Y: ¿Sólo quería decirme buenas tardes?

No, él había venido con dos compañeras de trabajo, explicó. Estaban sentadas a unos metros, en una mesa redonda, iluminada por la luz amarilla de una enorme pantalla de los ochenta, demasiado baja. Él las señaló, ellas les hicieron señas con la mano, Judith las saludó con la cabeza. Ambas tenían el inconfundible aspecto de las compañeras de trabajo, imposible tener más aspecto de compañeras de trabajo que ellas. Probablemente fuera la reunión mensual de un despacho de asesoría fiscal, amenizada por la música ligera de un piano-bar.

El hombre de los plátanos se llamaba Hannes Berghofer, o Burghofer, o Burgtaler, o Bergmeier. Tenía la palma de la mano derecha grande y caliente, y una mirada tan penetrante que hasta los riñones de Judith la percibieron. Ella volvió a experimentar en las mejillas un calor que venía de dentro hacia fuera. Luego él dijo:

—Me alegro de verla tan a menudo. Parece como si de momento viviéramos al mismo ritmo —y luego preguntó—: ¿Quiere sentarse un rato con nosotros?

Judith lo sentía pero pasaba. Es que ahora mismo estaba a punto de cambiar de bar, porque al lado, en el Iris, estaba celebrándose la verdadera fiesta de cumpleaños de su amigo, bueno, de un conocido suyo, Gerd.

—Pero en otra ocasión, con mucho gusto —dijo ella, sea lo que fuese que tuviera en mente.

Hacía mucho tiempo que no era tan agresiva.

—Pues algún día podría invitarla a tomar un café —dijo entonces Berghofer, o Burghofer, o Burgtaler, o Bergmeier.

—Sí, por qué no —contestó Judith, pues ya no le importaba.

El calor había alcanzado la capa más superficial de sus mejillas. Ahora sí que debía marcharse.

Él: —Bueno, bueno.

Ella: —Ya.

Él: —Pues nada.

Ella: —Ya.

Él: —Y por lo que respecta al café, me paso en cualquier momento por su tienda, si le parece bien.

Ella: —Sí, hágalo.

Él: —Será un placer.

Ella: —Ya.