4.

Por la noche, Judith pensó fugazmente en él un par de veces. No, fugazmente no, pero pensó en él. ¿Cómo era que había dicho? «A usted no debería sorprenderle». ¿O incluso había dicho: «La verdad es que a usted no debería sorprenderle»? ¿Y no había subrayado el «usted»? Sí que lo había subrayado. Había dicho: «La verdad es que a USTED no debería sorprenderle». USTED, en el sentido de «a una mujer como usted». No deja de ser bonito, pensó Judith. Es más, tal vez había querido decir: «La verdad es que a USTED, a una mujer como usted, una mujer tan guapa, interesante», había querido decir «a una mujer tan hermosa, tan imponente, a una mujer que parece tan inteligente, tan lista, tan estupenda, pues a una mujer como USTED», había querido decir «a una mujer así no debería sorprenderle» que la haya reconocido. No deja de ser muy bonito, pensó Judith.

«Una mujer como usted» era lo que había querido decir, «a una mujer así, la ves una vez», por ejemplo, cuando acabas de destrozarle el talón en la sección de los quesos, «la ves una vez y ya no se te quita de la cabeza, y mucho menos del cuerpo», había querido decir. Pues no deja de ser bonito, muy bonito, pensó Judith.

Quería dejar ya de pensar en eso, porque no tenía veinte años, porque conocía a los hombres y ya no estaba dispuesta a dejar de pluralizar con tanta facilidad, y porque, ¡por Dios!, tenía cosas más importantes que hacer, ahora mismo iba a descalcificar la cafetera eléctrica. Pero antes pensó —sólo un momento— en cómo él había subrayado el «usted», el «usted» de «La verdad es que a USTED no debería sorprenderle». ¿Era el «usted» de «una mujer como usted»? ¿O había sonado más específico y deliberado, como «usted» en el sentido de: «USTED. USTED. ¡SÍ, USTED! Únicamente USTED»? En ese caso era probable que hubiese querido decir: «A todas las mujeres del mundo debería sorprenderles, a todas menos a USTED, pues USTED, usted no sólo no es una mujer como las otras, no, usted es una mujer como ninguna otra. Y a USTED, a USTED, ¡SÍ, a USTED! Únicamente a USTED», había querido decir «la verdad es que no debería sorprenderle» que la haya reconocido. Pues no deja de ser bonito, muy, pero que muy bonito, pensó Judith. Aunque, por desgracia, no había vuelta que darle: sí que le había sorprendido que la reconociera. Y de eso se trataba. Y por eso se puso a descalcificar la cafetera.

Al día siguiente, tan sólo se acordó de él en una ocasión, a la fuerza. De improviso, Bianca dijo:

—He notado una cosa, jefa.

Judith: —¿No me diga? Estoy intrigada.

Bianca: —Usted a ese hombre le mola.

Judith, y eso fue alto teatro: —¿A qué hombre?

Bianca: —Ya sabe, el alto, el que tiene el despacho aquí cerca, el que vino a darle los buenos días, jo, no vea cómo se la comía con los ojos.

Bianca balanceó la cabeza e hizo girar un par de veces sus hermosas pupilas oscuras.

Judith: —Qué va…, tonterías, son imaginaciones suyas.

Bianca: —¡Qué van a ser imaginaciones mías! ¡Le digo que está superenamorado de usted, jefa! ¿Es que no se entera?

Su tono fue fuerte e impertinente, pero Bianca podía permitirse hablarle así, precisamente porque no tenía idea de que podía permitírselo, lo hacía sin más. Judith apreciaba su sinceridad irreverente e impulsiva. Pero, desde luego, esta vez la chica se equivocaba por completo. ¡Qué le iba a molar ella a ese hombre! Vaya tontería… fantasías de aprendiza. Él no la conocía lo más mínimo, salvo el talón no sabía nada de ella, nada en absoluto.