3.

A Judith le gustaba ir a trabajar. Y cuando no, como casi siempre le ocurría después de los días de fiesta, hacía todo lo posible por convencerse. Al fin y al cabo era su propia jefa, aunque varias veces al día deseara tener otra, una más negligente, como su aprendiza Bianca, por ejemplo, que no necesitaba más que un espejo para trabajar a tiempo completo. Judith dirigía una pequeña empresa en la Goldschlagstraße, en el distrito quince de Viena. Eso sonaba más empresarial de lo que era, pero ella adoraba su tienda de lámparas, no la cambiaba por ninguna otra. Desde niña le parecían los sitios más bonitos del mundo, llenos de estrellas titilantes y esferas resplandecientes, siempre muy iluminados, permanentemente de fiesta. En el refulgente museo de luces de su abuelo se podía celebrar la Navidad cada día.

A los quince, Judith se sentía como en una jaula dorada, vigilada por lámparas de pie mientras hacía los deberes, alumbrada por apliques y arañas hasta en sus ensueños más íntimos. Para su hermano Ali, aquel ambiente era demasiado luminoso, él rechazaba la luz y se retiraba al cuarto oscuro. Mamá luchaba encarnizadamente contra la quiebra y su abrumadora apatía emprendedora. Papá ya prefería los locales menos iluminados. Ambos se habían separado en buenos términos. «Buenos términos» era la expresión más cruel que conocía Judith. Significaba dejar que las lágrimas se secaran y petrificaran en la comisura de los labios, forzados en una sonrisa. Llegaba un día en que las comisuras de la boca resultaban tan pesadas que se hundían y quedaban hacia abajo para siempre, como le había sucedido a mamá.

A los treinta y tres, Judith se hizo cargo de la arruinada tienda de lámparas. En los últimos tres años el negocio había empezado a brillar de nuevo, si bien no con el esplendor de la época del abuelo, pero la venta y la reparación marchaban lo bastante bien para pagarle a mamá por quedarse en casa. Aquéllos eran, sin duda, los mejores términos en que Judith se había separado de alguien hasta el momento.

Dada la excepcional calma de los negocios, pasó la mayor parte del martes después de Pascua en la trastienda, bajo la tenue luz de la lámpara de oficina, limitándose a cumplir con los deberes que le imponía la contabilidad. De Bianca no se supo nada entre las ocho de la mañana y las cuatro de la tarde, probablemente habría estado «maquillándose un momento». Para demostrar que de todos modos aquel día había estado presente, poco antes de la hora de cerrar exclamó de pronto:

—¡Jefaaaa!

Judith: —¡Por favor, no grite así! Venga aquí si quiere decirme algo.

Bianca (ya a su lado): —Allí hay un hombre para usted.

Judith: —¿Para mí? ¿Qué quiere?

Bianca: —Decirle buenas tardes.

Judith: —¡Ah…!

Era el hombre de los plátanos. Judith no lo habría reconocido de no ser por el contenido de sus palabras.

Él: —Sólo quería darle los buenos días. Soy el que le pisó el talón antes de Pascua en el Merkur. La he visto entrar aquí esta mañana.

Judith: —¿Y ha estado esperando usted hasta ahora a que yo vuelva a salir?

Sin querer, Judith rió por lo bajo. Tenía la sensación de haber estado bastante graciosa. El hombre de los plátanos también rió, es más, lo hizo de un modo muy bonito, con dos ojos radiantes, rodeados de cientos de arruguillas, y alrededor de sesenta dientes de un blanco resplandeciente.

Él: —Tengo mi despacho a dos calles de aquí. Por eso he pensado…

Ella: —Decirme buenas tardes. Muy amable. Me sorprende que me haya reconocido.

Lo dijo muy en serio, no por coquetería.

Él: —La verdad es que a usted no debería sorprenderle.

Entonces él la miró de manera extraña, extrañamente radiante para un padre de familia con ocho plátanos. No, no eran ésos los momentos en que Judith sabía qué hacer. Sintió calor en las mejillas. Al mirar las agujas de su reloj, advirtió que aún le faltaba hacer una llamada urgente.

Él: —Pues nada.

Ella: —Ya.

Él: —Ha sido un placer.

Ella: —Ya.

Él: —Quizás nos volvamos a ver.

Ella: —Si alguna vez necesita usted una lámpara.

Ella rió para encubrir lo trágico de su comentario. Entonces llegó Bianca, esta vez en el momento más oportuno.

—¿Me permite, jefa?

Quería decir que era hora de irse a casa. También fue la señal de partida para el hombre de los plátanos. En la puerta se volvió una vez más y saludó con la mano como si estuviera en una estación, pero no como diciendo adiós, sino como quien ha ido a recoger a alguien.