2.

La Semana Santa fue como siempre. Sábado por la mañana: visita a mamá.

Mamá: —¿Cómo está tu padre?

Judith: —No lo sé, voy a verlo esta tarde.

Sábado por la tarde: visita al padre.

Padre: —¿Cómo está mamá?

Judith: —Bien, he ido a verla esta mañana.

Domingo por la mañana: visita a su hermano, Ali, que vivía en el campo.

Ali: —¿Cómo están mamá y papá?

Judith: —Bien, fui a verlos ayer.

Ali: —¿Están juntos de nuevo?

El lunes de Pascua, Judith invitó a unos amigos a su casa. En realidad vinieron a cenar, pero ella había estado preparándolo todo desde que se levantó. Eran seis: dos parejas y dos solteros (uno eterno, el otro… ella misma). Entre plato y plato hubo charlas de alto nivel, principalmente sobre métodos de cocción sin pérdida de vitaminas y sobre los últimos avances en la lucha contra la precipitación del tártaro en los vinos. El grupo era homogéneo, a ratos incluso confabulado (contra la guerra, la pobreza y el foie-gras de oca). La araña modernista recién colgada proporcionaba una luz cálida y rostros afables. The Divine Comedy había puesto a la venta su nuevo disco justo a tiempo para la ocasión.

Ilse hasta le sonrió una vez a Roland, él le frotó el hombro derecho durante dos segundos (y eso después de trece años de casados y dos hijos en el carcaj del que cada día se disparaban flechas contra la pasión). La otra pareja, más joven, Lara y Valentin, aún se hallaba en el periodo de hacer manitas. De vez en cuando ella le estrechaba los dedos con las dos manos, quizás para retenerlo con más fuerza de lo que conseguiría a la larga. Como es natural, Gerd fue de nuevo el más divertido, toda una fiera social, que se superaba en la labor de animar a las personas reservadas a expresarse con soltura. Por desgracia no era gay, de lo contrario a Judith le habría gustado encontrarse a menudo con él a solas, para confiarle cosas más personales de lo que era posible en un grupo con parejitas.

Al término de estas veladas, una vez que los invitados ya se habían marchado y tan sólo quedaban vahos de ellos, Judith siempre examinaba cómo se sentía, en la intimidad consigo misma y con montañas de platos sucios. ¡Ah…!, aquello sí que era una calidad de vida claramente superior: cumplir un turno de una hora de faena en la cocina, abrir las ventanas de par en par y dejar entrar aire fresco en el salón, respirar hondo, tragar deprisa una pastilla preventiva contra el dolor de cabeza y luego, por fin, abrazar su adorada almohada y no soltarla hasta las ocho de la mañana. Aquello era claramente mejor que tener que penetrar en la psique de un «compañero» quizás (también) borracho —que padece mutismo crónico, no ha nacido para las horas de cierre privadas y es reacio a participar en las tareas de orden y limpieza— para sondear si él abriga esperanzas o temores de que todavía pueda surgir sexo. Judith se evitaba ese estrés. Sólo a veces, por la mañana temprano, faltaba a su lado aquel hombre bajo la manta. Pero no debía ser cualquier hombre, ni siquiera cierta clase de hombre, sólo uno concreto. Y por eso, lamentablemente, no podía ser ninguno de los que conocía.