Cuando él entró en su vida, Judith sintió un dolor agudo que se pasó enseguida.
Él: —Perdón.
Ella: —No ha sido nada.
Él: —Con este gentío…
Ella: —Ya.
Judith le echó un vistazo a su cara como si fueran los titulares deportivos de cada día. Sólo quería hacerse una idea del aspecto que tiene alguien que le cercena a uno el talón un Jueves Santo, en la atestada sección de quesos. No se sorprendió mucho, era un hombre normal. Uno más, como todos los que estaban allí, ni mejor, ni peor, ni más original. ¿Por qué toda la ciudad tenía que comprar queso para Semana Santa? ¿Y por qué en el mismo supermercado y a la misma hora?
En la caja, él —otra vez él— estaba a su lado, depositando la compra sobre la cinta. Ella lo percibió gracias a la manga de una chaqueta de nobuk marrón rojizo, con su olor correspondiente. De su rostro se había olvidado hacía rato. No, ni siquiera lo había retenido, pero le gustaron los movimientos hábiles, precisos y a la vez ágiles de sus manos. En el siglo XXI aún sigue siendo un milagro que un hombre de cuarenta y tantos llene el carrito del súper, lo vacíe y embolse la compra como si ya lo hubiese hecho antes alguna vez.
En la salida ya casi no fue casualidad que él volviera a estar ahí, para sujetarle la puerta y brillar por su memoria fisonómica a largo plazo.
—Disculpas de nuevo por el pisotón.
—¡Ah!, ya lo había olvidado.
—No, no…, si yo sé que esas cosas pueden hacer un daño tremendo.
—No ha sido para tanto.
—Bueno, bueno.
—Ya.
—Pues entonces nada.
—Ya.
—Felices Pascuas.
—Igualmente.
A ella le encantaba aquella clase de conversaciones en el supermercado, pero con aquélla ya sería suficiente para siempre.
De momento, sus últimos pensamientos sobre él giraron en torno a aquel gigantesco racimo amarillo de entre cinco y ocho plátanos, que lo había visto guardar en una bolsa. Alguien que compra entre cinco y ocho plátanos seguro que tiene en casa dos, tres o cuatro niños hambrientos. Debajo de la chaqueta de cuero debía de llevar un chaleco, con grandes rombos de todos los colores. Era un auténtico padre de familia, pensó ella, uno de ésos que lava la ropa de cuatro, cinco o seis personas, y la ponen a secar, probablemente todos los calcetines en hilera, ordenados por pares, y cuidadito con que alguien desordene la colada tendida.
Cuando llegó a casa, Judith se puso una tirita gruesa en el talón enrojecido. Por suerte no se había roto el tendón de Aquiles. De todos modos, se sentía invulnerable.