21:30 HORAS

El principal objetivo científico del satélite es medir los rayos cósmicos, según un experimento ideado por el doctor James van Allen, de la Universidad Estatal de Iowa. El instrumento más importante a bordo del satélite es un contador Geiger.

Elspeth salió al pasillo, giró a la izquierda, pasó de largo ante el aseo de señoras y entró en el despacho del coronel Hide.

No había nadie.

Cerró la puerta tras ella y, con la espalda apoyada en la hoja, soltó un suspiro de alivio. Las lágrimas afloraron a sus ojos, y el despacho se volvió borroso. El triunfo más importante de su vida estaba al alcance de su mano, pero acababa de poner fin a su matrimonio con un hombre como no había conocido otro, y se había comprometido a dejar el país donde había nacido y pasar el resto de sus días en una tierra que nunca había visto.

Cerró los ojos y se obligó a respirar hondo y despacio: inspirar, espirar; inspirar, espirar; inspirar, espirar… Al cabo de unos instantes, empezó a sentirse mejor.

Echó la llave por dentro. A continuación fue hasta el armario de detrás del escritorio de Hide, lo abrió y se arrodilló ante la caja fuerte. Le temblaban las manos.

Consiguió aquietarlas con un esfuerzo de voluntad. Por algún extraño motivo, recordó las lecciones de latín del colegio y la máxima «Festina lente», «Apresúrate despacio».

Repitió los pasos que había visto dar a Hide espiándolo por encima del hombro. Primero, hizo girar la rueda cuatro veces en sentido contrario a las agujas de reloj y la detuvo en el 30. Luego, tres veces en el sentido de las agujas del reloj, y la detuvo en el 9. Por último, la hizo girar dos veces en sentido contrario y la detuvo en el 14. Intentó accionar la manivela. No se movió.

Oyó pasos al otro lado de la puerta, y la voz de una mujer. Los ruidos del pasillo le llegaban extrañamente amplificados, como en las pesadillas. Pero los pasos se alejaron y la voz se apagó.

Sabía que el primer número era el 30. Volvió a marcarlo. El segundo número podía ser el 9 o el 8. Esa vez marcó el 8 y, a continuación, otra vez el 14.

La manivela seguía firme.

Sólo había probado dos de ocho posibilidades. Los dedos, húmedos de sudor, le resbalaban en la rueda, y se los secó en el bajo del vestido. Marcó 30, 9, 13; luego, 30, 8,13.

Había agotado la mitad de las posibilidades.

Oyó el ulular de una sirena lejana, que emitió dos toques cortos y uno largo, tres veces seguidas. Advertía a todo el personal que debía abandonar el área de la plataforma de lanzamiento. Faltaba una hora para el despegue. Sin poder evitarlo, giró la cabeza y echó un vistazo hacia la puerta; luego, volvió a concentrarse en la rueda.

La combinación 30, 9, 12, no surtió efecto. Pero 30, 8, 12, sí.

Exultante, hizo girar la manivela y tiró de la pesada puerta.

Los dos codificadores seguían allí. Se concedió una sonrisa de triunfo.

No le daba tiempo a desmontarlos y hacer un dibujo del cableado. Tendría que llevárselos a la playa. Theo podría copiar el cableado o usar el codificador original para su propio transmisor.

Existía un peligro. ¿Y si en la hora que faltaba para el lanzamiento descubrían la desaparición de los codificadores de repuesto? El coronel Hide se había marchado al búnquer y era poco probable que volviera antes del despegue. Tenía que arriesgarse.

Oyó pasos al otro lado de la puerta, y alguien intentó abrir.

Elspeth contuvo la respiración.

—Eh, Bill, ¿estás ahí? —preguntó una voz de hombre. Parecía Harry Lane. ¿Qué coño quería? El pomo de la puerta volvió a agitarse. Elspeth, petrificada, procuró no hacer ruido. Volvió a oír a Harry—: Bill no suele cerrar con llave, ¿verdad?

—No sé —contestó otra voz—, pero supongo que el jefe de seguridad está en su derecho de cerrar su propia puerta con llave.

Oyó pisadas que se alejaban y luego la voz ya apenas audible de Harry:

—Conque seguridad, ¿eh? Lo que pasa es que no quiere que le roben el whisky.

Elspeth agarró los codificadores y se los metió en el bolso. Luego cerró la caja, hizo girar la rueda y a continuación empujó la puerta del armario.

Fue a la puerta del despacho, hizo girar la llave y abrió.

Se dio de bruces con Harry Lane.

—¡Ahhh! —exclamó sobresaltada.

El hombre frunció el entrecejo y la miró con desconfianza.

—¿Qué hacías ahí dentro?

—Pues… Nada —dijo Elspeth con un hilo de voz, y trató de sortear a Lañe.

Él la agarró con fuerza por el brazo.

—Si no hacías nada, ¿por qué te has cerrado con llave? —la urgió, apretándole el brazo hasta hacerle daño.

Aquello la sacó de sus casillas, y dejó de comportarse como una culpable.

—Suéltame el brazo, pedazo de animal, o te arrancaré los ojos —masculló.

En el colmo del estupor, Lañe le quitó las manos de encima y retrocedió un paso, pero no se dio por vencido.

—Sigo queriendo saber qué andabas haciendo ahí dentro.

Elspeth tuvo una inspiración repentina.

—Tenía que ponerme bien el liguero, y el aseo de señoras estaba lleno, así que he usado el despacho de Bill en su ausencia. Estoy segura de que no le importará.

—Ah… —Harry puso cara de apuro—. No, seguro que no le importa.

Elspeth suavizó el tono.

—Ya sé que debemos extremar las medidas de seguridad, pero no hacía falta que me dejaras señalado el brazo.

—Perdona, no sabes cómo lo siento…

Elspeth se alejó del hombre respirando con fuerza. Volvió a entrar en su despacho. Luke, que no se había movido del asiento, la miró con expresión sombría.

—Estoy lista —dijo Elspeth.

Él se puso en pie.

—Cuando salgas de la base, irás directa al motel —dijo.

Intentaba dar a su voz un tono tajante e impasible, pero Elspeth podía ver en su rostro lo mucho que le costaba dominar sus emociones.

—Sí —se limitó a decir.

—Por la mañana, irás a Miami y enseguida cogerás un vuelo internacional.

—Sí.

Luke asintió satisfecho. Bajaron juntos las escaleras y salieron a la cálida noche. Luke la acompañó hasta el Bel Air.

—Dame tu pase de seguridad —le recordó, cuando Elspeth se disponía a entrar en el coche.

Al abrir el bolso, tuvo un momento de pánico. Los codificadores estaban allí mismo, encima de una bolsa de maquillaje de seda amarilla sobre la que destacaban mucho. Pero Luke no los vio. Miraba hacia otro lado, demasiado cortés para atisbar las interioridades de un bolso femenino. Elspeth sacó el pase de seguridad y, tras entregárselo, cerró el bolso con un sonoro clic.

Luke se guardó el pase en un bolsillo.

—Te seguiré hasta la verja en el jeep.

Elspeth comprendió que aquello era el adiós. Incapaz de hablar, se sentó al volante y cerró la puerta de golpe.

Se tragó las lágrimas y puso el coche en marcha. La luces del jeep se encendieron a su espalda y la siguieron hacia la salida. Al pasar cerca de la plataforma de lanzamiento vio la torre de servicio, que retrocedía sobre sus raíles centímetro a centímetro, aprestándose para el lanzamiento. Solitario bajo los focos, el enorme cohete blanco parecía especialmente vulnerable, como si cualquiera pudiera derribarlo rozándolo con el codo al pasar. Miró el reloj. Faltaba un minuto para las veintidós horas. Por tanto, disponía de otros cuarenta y seis.

Salió de la base sin detener el coche. Los faros del jeep de Luke se empequeñecieron en su retrovisor y desaparecieron cuando tomó una curva.

—Adiós, amor mío —dijo en voz alta, y se echó a llorar.

Ya no pudo controlarse. Mientras avanzaba por la carretera de la costa, se abandonó al desconsuelo y, con el pecho agitado por angustiados sollozos, dejó que las lágrimas le rodaran por las mejillas. Las luces de los coches con los que se cruzaba se convirtieron en borrosos fogonazos. Casi se saltó el camino de la playa. Al verlo, clavó el pie en el freno, patinó sobre la carretera y se metió en el carril contrario. Un taxi que venía de frente frenó en seco, viró bruscamente y, haciendo aullar el claxon, pasó derrapando a escasos centímetros de la cola del Bel Air. El deportivo enfiló el camino y avanzó dando botes sobre la tierra llena de baches, hasta que Elspeth consiguió dominarlo y lo detuvo con el corazón palpitante. Había estado a punto de echarlo todo a perder.

Se secó la cara con la manga del vestido y siguió conduciendo, más despacio, hacia la playa.

Cuando Elspeth se marchó, Luke siguió sentado en el jeep, esperando a Billie ante la entrada. Le faltaba el aire y la cabeza le daba vueltas, como si hubiera chocado contra un muro en plena carrera y siguiera tumbado en el suelo, tratando de recobrar el conocimiento. Elspeth lo había admitido todo. Las últimas veinticuatro horas lo habían convencido de que su mujer trabajaba para los soviéticos, pero ver confirmadas sus sospechas lo había conmocionado. Nadie dudaba que había espías; ahí estaban Ethel y Julius Rosenberg, ejecutados por espionaje en la silla eléctrica. Pero leerlo en los periódicos era una cosa, y llevar cuatro años casado con una espía otra muy distinta. Apenas podía creerlo.

Billie llegó en taxi a las veintidós quince. Luke firmó por ella en el puesto de control, subieron al jeep y se dirigieron hacia el búnquer.

—Elspeth se ha ido.

—Me ha parecido verla —dijo Billie—. ¿Iba en un Bel Air blanco?

—Sí, era ella.

—Ha estado a punto de chocar con mi taxi. Se ha puesto a cruzar la carretera cuando nos tenía encima, y hemos pasado a un palmo de su cola. Le he visto la cara a la luz de los faros.

Luke frunció el ceño.

—¿Se ha metido en el carril contrario?

—Quería coger un desvío.

—Hemos quedado en que iría directamente al Starlite.

Billie meneó la cabeza.

—Pues iba hacia la playa.

—¿Hacia la playa?

—Ha cogido uno de esos caminos que hay entre las dunas.

—Mierda —masculló Luke, e hizo dar media vuelta al jeep.

Elspeth condujo despacio por la playa, observando a los grupos de curiosos congregados para presenciar el lanzamiento. Cada vez que veía niños o mujeres, se apresuraba a desviar los ojos. Pero lo que más abundaba eran grupos exclusivamente masculinos de chiflados por los cohetes que, de pie junto a sus coches, fumaban y bebían café o cerveza en mangas de camisa, con los prismáticos y las cámaras colgados del cuello. Iba mirando los vehículos en busca de un Mercury Monterey del cincuenta y cuatro. Anthony le había dicho que era verde, pero estaba demasiado oscuro para distinguir los colores.

Había empezado en el extremo de la playa próximo a la base, que estaba abarrotado, pero, al comprobar que Anthony y Theo no estaban allí, supuso que habrían elegido un lugar más discreto. Aterrada por la posibilidad de no encontrarlos, había ido alejándose poco a poco en dirección sur.

Por fin vio a un individuo alto que seguía usando tirantes y, apoyado contra un coche de color claro, dirigía los prismáticos hacia el resplandor de Cabo Cañaveral. Detuvo el coche y se apeó.

—¡Anthony! —le llamó.

El hombre bajó los prismáticos y Elspeth comprendió que se había equivocado.

—Perdone —se disculpó, y volvió al coche.

Se miró el reloj. Las veintidós treinta. Casi no les quedaba tiempo. Tenía los codificadores, todo estaba listo, le bastaba con encontrar a dos hombres en una playa.

Cada vez se veían menos vehículos. No tardó en llegar a una zona en que estaban diseminados a unos cien metros unos de otros, y aceleró. Pasó junto a un coche que parecía coincidir con la descripción, pero no vio a nadie. Volvió a acelerar, y justamente entonces oyó una bocina.

Se detuvo y miró hacia atrás. Un hombre había salido del coche y le hacía señas con la mano. Era Anthony.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Elspeth. Recorrió la distancia que los separaba marcha atrás y saltó fuera del Bel Air—. Tengo los codificadores de repuesto —dijo.

Theo salió del Mercury y abrió el maletero.

—Dámelos —dijo—. Deprisa, por amor de Dios.