Un rosario de estaciones de seguimiento se extiende de norte a sur más o menos a lo largo de una línea de longitud a 65 grados al oeste del meridiano de Greenwich. La red recibirá señales del satélite cada vez que sobrevuele dicha línea.
La cuenta atrás estaba en X menos 390 minutos.
De momento, el tiempo de la cuenta atrás avanzaba al ritmo del tiempo real, pero Elspeth sabía que eso podía no durar. Si ocurría algo inesperado y se producía un retraso, la cuenta atrás se detendría. Una vez resuelto el problema, la cuenta atrás se reanudaría donde había quedado interrumpida, aunque hubieran trancurrido diez o quince minutos. A medida que se acercaba el momento de la ignición, el margen solía aumentar, y el tiempo de la cuenta atrás iba retrasándose cada vez más con respecto al tiempo real.
Ese día la cuenta atrás había empezado media hora antes de mediodía, a X menos 660 minutos. Elspeth no había parado de dar vueltas por la base, actualizando el horario y alerta a cualquier cambio en el procedimiento. Hasta el momento no había obtenido ninguna pista sobre lo que pensaban hacer los científicos para precaverse contra el sabotaje, y estaba empezando a desesperar.
Todo el mundo sabía que Theo Packman era un espía. El recepcionista del Vanguard había contado a quien quisiera escucharlo que el coronel Hide había entrado en tromba en el motel acompañado por dos agentes del FBI y cuatro policías y preguntado por el número de habitación de Theo. La comunidad espacial no tardó en relacionar la noticia con la suspensión del lanzamiento en el último segundo. La explicación oficial, según la cual un informe metereológico de última hora indicaba una empeoramiento de la corriente de chorro, no convenció a ninguno de los presentes dentro del perímetro de la verja de Cabo Cañaveral. Esa mañana, todo el mundo hablaba de sabotaje. Pero nadie parecía saber qué medidas se estaban tomando al respecto; o si lo sabían, callaban. A partir de mediodía, la ansiedad de Elspeth se disparó. Hasta ese momento no había hecho preguntas directas por miedo a levantar sospechas, pero no tardaría en verse obligada a dejar a un lado la prudencia. Si no se enteraba pronto del plan, ya sería demasiado tarde para contrarrestarlo.
Luke seguía sin aparecer. Anhelaba verlo, y al mismo tiempo temía encontrarse con él. Lo echaba de menos cuando no estaba a su lado por la noche. Pero cuando estaba no paraba de decirse que trabajaba para destruir sus sueños. Era consciente de que la traición había acabado con su matrimonio. Aun así, ansiaba ver su rostro, oír su voz grave y pausada, cogerle la mano y hacerle sonreír.
En el búnquer, los científicos, que estaban haciendo una pausa, comían sandwiches y bebían café sin abandonar sus puestos ante los paneles. Por lo general, cuando una mujer atractiva entraba en la sala solía armarse cierto jolgorio; pero ese día reinaban el silencio y la tensión. Estaban al acecho de algún incidente: una luz de alarma, una sobrecarga, la rotura de un componente de un sistema defectuoso. En cuanto se produjera el fallo, cambiarían de humor: todos se volverían más joviales a medida que se enfrascaban en el problema, buscaban explicaciones, aportaban soluciones y llevaban a cabo una reparación provisional. Eran de esos hombres que disfrutan arreglando cosas.
Elspeth se sentó junto a Willy Fredrickson, su jefe, que, con los auriculares alrededor del cuello, se estaba comiendo un sandwich de queso.
—Supongo que sabes que todo el mundo habla de un intento de sabotaje del cohete —dijo Elspeth como quien no quiere la cosa.
Willy le lanzó una mirada de desaprobación, lo que ella tomó como un signo de que sabía exactamente a qué se refería. Antes de que pudiera responder, un técnico lo llamó desde el fondo de la sala dándose golpecitos en los auriculares.
Willy dejó el sandwich y se puso los suyos.
—Habla Fredrickson —dijo, y escuchó cosa de un minuto—. Entendido —respondió por el micrófono—. Tan deprisa como puedas. —Levantó la vista y se dirigió a la sala para decir—: Detened la cuenta atrás.
Elspeth se puso tensa. ¿Sería la pista que estaba esperando? Levantó el cuaderno de notas y se quedó a la expectativa, con el lápiz en el aire.
Willy se quitó los auriculares.
—Habrá una interrupción de diez minutos —anunció.
Su tono de voz no dejaba traslucir más irritación que la normal ante un fallo cualquiera. Volvió a morder el sandwich.
—¿Pongo el motivo? —le preguntó Elspeth, ansiosa por obtener información.
—Hay que sustituir un condensador que ha empezado a traquetear.
Sonaba verosímil, pensó Elspeth. Los condensadores eran fundamentales para el sistema de seguimiento, y el «traqueteo», ocasionado por pequeñas descargas eléctricas aleatorias, era una señal de que el dispositivo podía fallar. Pero no acababa de convencerla. Decidió comprobarlo, si podía.
Garrapateó una nota, se levantó y abandonó la sala despidiéndose con una sonrisa y un gesto de la mano. En el exterior, las sombras de la tarde empezaban a alargarse. La flecha blanca del Explorer I se erguía como una señal de tráfico apuntando al cielo. Lo imaginó despegando, alzándose sobre la plataforma con agónica lentitud y volando hacia la noche con la cola en llamas. Luego, en el momento de la explosión, vio un fogonazo más brillante que el sol, una lluvia de fragmentos metálicos que parecían esquirlas de cristal y una bola de fuego rojo y negro en el cielo nocturno, en medio de un bramido ensordecedor semejante al grito de triunfo de todos los pobres y oprimidos de la Tierra.
Cruzó con paso vivo la franja de césped y arena que la separaba de la plataforma de lanzamiento, rodeó la torre hasta su parte posterior y entró en la cabina de acero situada en su base, que contenía las oficinas y la sala de máquinas. El supervisor de la torre, Harry Lane, hablaba por teléfono y tomaba notas a lápiz. Elspeth esperó a que colgara.
—¿Diez minutos de retraso? —preguntó al hombre.
—Puede que más. —No la miró, pero eso apenas significaba algo; era un hombre brusco, y no le gustaba ver mujeres en las cercanías de la plataforma de lanzamiento.
—¿Motivo? —preguntó Elspeth sin dejar de escribir en su libreta.
—Reemplazar un componente averiado —respondió Lañe.
—¿Le importaría decirme de qué componente se trata?
—Sí.
Era para volverse loca. No hubiera sabido decir si el hombre callaba por razones de seguridad o por pura y simple mala educación. Elspeth dio media vuelta. Justo en ese momento, entró un técnico con el mono lleno de grasa.
—Aquí tienes el viejo, Harry —dijo el hombre.
En la palma renegrida sostenía un codificador.
Elspeth sabía perfectamente qué era aquello: el receptor de la señal de autodestrucción codificada. Los bornes sobresalientes estaban unidos por un complejo entramado de cables, de forma que sólo la señal de radio correcta pudiera iniciar la cápsula fulminante.
Se apresuró a salir antes de que Harry pudiera ver la expresión de triunfo que iluminaba su rostro. Con el corazón palpitante, volvió al jeep a toda prisa.
Se sentó al volante y empezó a hacer cabalas. Para evitar el sabotaje, habían decidido modificar el codificador. Los cables del nuevo tendrían una disposición completamente distinta, para responder a un código nuevo. También el transmisor necesitaría su correspondiente codificador. Era más que probable que los codificadores hubieran llegado desde Huntsville en avión esa misma mañana.
Todo cuadraba, pensó satisfecha. Por fin sabía lo que estaba haciendo el ejército. Pero ¿qué estrategia podía oponerles?
Los codificadores se fabricaban en grupos de cuatro, de los que dos servían como duplicados en caso de avería. Justamente, Elspeth había usado la pareja de repuesto como modelo el domingo anterior para dibujar el esquema del cableado, que hubiera servido a Theo para reproducir la señal de radio y provocar la explosión del cohete. Ahora, pensó con preocupación, tendría que hacer lo mismo una vez más: encontrar el juego de repuesto, desmontar el codificador emisor y dibujar su cableado.
Puso el jeep en marcha y volvió a los hangares a toda velocidad. En lugar de ir al hangar R, donde estaba su escritorio, entró en el D y se dirigió a la sala de telemetría. Allí había encontrado los codificadores de repuesto la otra vez.
Inclinado sobre un banco de trabajo con otros dos científicos, Hank Mueller observaba muy serio un complejo artilugio eléctrico. En cuanto vio a Elspeth, se le iluminó el rostro.
—Ocho mil —dijo.
Sus colegas gruñeron con fingida desesperación y se alejaron.
Elspeth procuró reprimir su impaciencia. No le quedaba más remedio que jugar un rato a los números con el bueno de Hank.
—Es el cubo de veinte —respondió Elspeth.
—Eso es una birria —objetó el hombre.
Ella se quedó pensando.
—Ya lo tengo, es la suma de cuatro cubos consecutivos: 113 + 123 + 133 + 143 * 8000.
—No está nada mal —reconoció el hombre, que le dio una moneda de diez centavos y la miró expectante.
Elspeth se devanó los sesos para encontrar un número curioso.
—El cubo de 16 830.
Hank frunció el ceño y la miró enfurruñado.
—No puedo calcularlo, ¡necesitaría un ordenador! —exclamó indignado.
—Conque no lo sabes, ¿eh? Pues es la suma de todos los cubos consecutivos desde 1134 hasta 2133.
—Vaya con el numerito…
—Cuando iba al instituto, mis padres vivían en el 16 830, por eso lo sé.
—Es la primera vez que te quedas con mis diez centavos —dijo con una cara de cómico abatimiento.
No podía registrar el laboratorio: tendría que preguntárselo a él. Afortunadamente, los otros estaban demasiado lejos para oírla, o eso esperaba.
—¿Tienes los duplicados de los nuevos codificadores de Huntsville? —le soltó sin más.
—No —respondió Hank, y su abatimiento se hizo aún más evidente—. Dicen que aquí la seguridad deja bastante que desear. Los han guardado en una caja fuerte.
Elspeth respiró aliviada al ver que no le preguntaba por qué quería saberlo.
—¿Qué caja fuerte?
—No me lo han dicho.
—No importa.
Hizo como que tomaba nota en su cuaderno y salió.
Se dirigió al hangar R corriendo por la arena con los zapatos de tacón alto. Se sentía optimista. Pero aún le quedaba mucho por hacer, y el sol empezaba a ocultarse.
Que ella supiera, sólo había una caja fuerte. La del despacho del coronel Hide.
Una vez en su despacho, se sentó al escritorio, metió un sobre del ejército en el rodillo de la máquina de escribir y tecleó: «Dr. W. Fredrickson-Confidencial». Dobló dos cuartillas en blanco, las metió en el sobre y lo pegó.
Fue a la oficina de Hide, llamó a la puerta y entró. El coronel estaba solo, fumando una pipa al otro lado del escritorio. Levantó la vista y le sonrió; como la mayoría del personal masculino, solía mostrarse encantado al ver una cara bonita.
—Elspeth… —dijo con su característica entonación cadenciosa—, ¿qué puedo hacer por ti?
—¿Podrías guardarle esto a Willy en la caja fuerte?
Billie le tendió el sobre.
—Cómo no —respondió el coronel—. ¿Qué es?
—No me lo ha dicho.
—Comprendo.
Hide hizo girar el sillón y abrió el armario de detrás del escritorio. Mirando por encima del hombro del coronel, Elspeth vio una puerta de acero con una rueda numerada. Dio un paso adelante. La rueda estaba marcada del 0 al 99, pero sólo las decenas estaban señaladas con cifras, mientras que el resto de los números eran una simple muesca. Elspeth clavó los ojos en la rueda. Tenía buena vista, pero aun así era difícil ver el lugar exacto en que se detenía la rueda. Estiró el cuerpo y se inclinó sobre el escritorio para acortar distancias. El primer número era fácil: 30. El segundo, justo debajo del 10, podía ser el 9 o el 8. Por último, Hide colocó la rueda entre el 10 y el 15. La combinación era algo parecido a 30-9-13. Debía de ser el día de su nacimiento, el 30 de agosto o septiembre de 1911, 1912, 1913 o 1914. Lo que daba un total de ocho combinaciones posibles. Si conseguía entrar cuando no hubiera nadie, estaba segura de que podría probarlas todas en cuestión de minutos.
Hide abrió la puerta de la caja. Dentro había dos codificadores.
—Eureka —murmuró Elspeth.
—¿Cómo? —dijo Hide.
—Nada, nada.
El coronel carraspeó, arrojó el sobre al interior de la caja, cerró la puerta e hizo girar la rueda. Elspeth ya estaba junto a la puerta.
—Muchas gracias, coronel.
—Estoy a tu disposición.
Ahora tendría que esperar a que Hide abandonara el despacho. Desde su propio escritorio no veía bien la puerta del coronel. No obstante, estaba al fondo del mismo pasillo, de modo que Hide no tenía más remedio que pasar por delante de Elspeth para salir del hangar.
Sonó el teléfono. Era Anthony.
—Estamos a punto de salir del motel —dijo—. ¿Tienes lo que necesitamos?
—Todavía no, pero lo tendré. —Le hubiera gustado estar tan segura como aparentaba su tono de voz—. ¿Qué coche has comprado?
—Un Mercury Monterey verde claro, modelo del cincuenta y cuatro, de los anticuados, sin alerones.
—Lo reconoceré. ¿Cómo está Theo?
—Preguntándome qué hace después de lo de esta noche.
—Suponía que volaría de vuelta a Europa y seguiría trabajando para Le Monde.
—Le asusta que puedan seguirle la pista hasta allí.
—Supongo que podrían hacerlo. Así que tendrá que acompañarte.
—No quiere.
—Prométele algo —dijo Elspeth, impaciente—. Pero asegúrate de que esté listo para esta noche.
—De acuerdo.
El coronel Hide pasó por delante de la puerta.
—Tengo que dejarte —dijo Elspeth, y colgó.
Salió del despacho, pero Hide no se había marchado. Estaba en la puerta de al lado, hablando con las mecanógrafas. Elspeth no podía ir al despacho del coronel, que seguía viéndolo desde donde estaba. Se quedó remoloneando en el pasillo, rezando para que se moviera de una vez. Pero cuando lo hizo fue para volver a su despacho.
Se quedó en él otras dos horas.
Elspeth estaba a punto de volverse loca. Tenía la combinación, lo único que necesitaba era entrar y abrir la caja; pero él seguía allí. Mandó a su secretaria a por café al puesto ambulante que llamaban la «cafetera rusa». Ni siquiera fue al lavabo. Elspeth empezó a fantasear con posibles modos de quitarlo de en medio. En la OSS le habían enseñado cómo estrangular a alguien con una media de nailon, pero nunca lo había puesto en práctica. Además, Hide era un individuo corpulento y se defendería como un endemoniado.
Elspeth no salió de su despacho. Se olvidó de las actualizaciones. Willy Fredrickson se pondría hecho una furia, pero ¿qué más daba ya?
Miraba el reloj cada dos por tres. A las veinte veinticinco, Hide pasó al fin por delante de su puerta. Elspeth se levantó de un salto y se asomó. Lo vio dirigirse hacia las escaleras. Apenas faltaban un par de horas para el lanzamiento; era más que probable que fuese al búnquer.
Otro individuo avanzaba por el pasillo en su dirección.
—¿Elspeth? —le oyó llamarla, y reconoció la voz de inmediato.
El corazón le dio un vuelco en el pecho, y lo miró a los ojos.
Era Luke.