08:30 HORAS

Para facilitar el seguimiento exacto del satélite, el Laboratorio de Propulsión a Chorro ha desarrollado una nueva técnica de radio llamada Microlock. Las estaciones Microlock emplean un sistema de localización mediante bucle de enganche de fase capaz de captar una señal de sólo una milésima de vatio desde una distancia de hasta treinta y tres mil kilómetros.

Anthony voló a Florida en un pequeño avión que se agitaba y daba brincos sobre Alabama y Georgia al menor soplo de viento. Lo acompañaban un general y dos coroneles, que le hubieran disparado sin contemplaciones de haber sabido cuál era el propósito de su viaje.

Aterrizaron en la base de las fuerzas aéreas en Patrick, a unos kilómetros al sur de Cabo Cañaveral. La terminal consistía en un puñado de cuartuchos en la parte posterior de un hangar. En su imaginación, Anthony veía un destacamento de agentes del FBI con trajes de buen corte y zapatos lustrosos esperando para arrestarlo; pero allí sólo estaba Elspeth.

Parecía exhausta. Por primera vez, Anthony apreció en ella signos de que se aproximaba a la edad madura. Las arrugas empezaban a asomar a su pálido cutis, y su esbelto cuerpo había adoptado una postura ligeramente encorvada. Elspeth lo acompañó al exterior, donde el Bel Air blanco esperaba bajo un sol implacable.

—¿Cómo está Theo? —le preguntó Anthony apenas subieron al coche.

—Muerto de miedo, pero se le pasará.

—¿Tiene su descripción la policía de aquí?

—Sí… El coronel Hide la ha hecho circular.

—¿Dónde se esconde?

—En mi cuarto del motel. Se quedará allí hasta que anochezca. —Salieron de la base y cogieron la carretera en dirección norte—. ¿Qué me dices de ti? ¿Crees que la CIA dará tu descripción a la policía?

—Lo dudo.

—Entonces podrás moverte libremente. Menos mal, porque tendrás que comprar un coche.

—A la Agencia le gusta resolver sus propios problemas. Ahora mismo, creen que sólo me he pasado de la raya, y su única preocupación es sacarme de circulación antes de que les cree complicaciones. Pero en cuanto oigan a Luke, comprenderán que han tenido a un agente doble en sus filas durante años… Aunque también es posible que esto les convenza definitivamente de que conviene echar tierra al asunto. No pondría la mano en el fuego, pero dudo que en mi caso, y en estos mismos instantes, haya una persecución en toda regla.

—Y sobre mí no ha caído ni la sombra de una sospecha. Así que los tres seguimos en la partida. Y con posibilidades de ganarla. Aún podemos salirnos con la nuestra.

—¿Luke no sospecha de ti?

—No tiene motivo.

—¿Dónde está ahora?

—En un tren, según Marigold. —Una nota de amargura tiñó su voz—. Con Billie.

—¿Cuándo llegará?

—No estoy segura. El tren nocturno lo dejará en Jacksonville, pero allí tendrá que coger otro más lento que recorre la costa. Antes del anochecer, supongo.

Se quedaron callados durante un buen trecho. Anthony intentaba serenarse. En veinticuatro horas, todo habría acabado. Habrían asestado un golpe definitivo en favor de la causa a la que habían dedicado sus vidas, y entrarían en la historia… o habrían fracasado, y la carrera espacial volvería a ser un mano a mano.

—¿Qué harás después de lo de esta noche? —le preguntó Elspeth de pronto.

—Abandonar el país —respondió haciendo tamborilear los dedos sobre la pequeña maleta que sostenía en el regazo—. Tengo todo lo que necesito: pasaportes, dinero y cuatro cosas para disfrazarme.

—¿Y después?

—Moscú. —Había pasado la mayor parte del vuelo pensando en ello—. El departamento de Washington en la KGB, supongo. —Anthony era mayor de la KGB. Elspeth, que llevaba más tiempo como agente, y de hecho había reclutado a Anthony en los tiempos de Harvard, tenía el grado de coronel—. Me darán algún alto cargo consultivo —siguió diciendo—. Después de todo, seré quien más sepa de la CIA en el bloque comunista.

—¿Crees que te gustará vivir en la Unión Soviética?

—¿En el paraíso de los trabajadores, quieres decir? —Le dedicó una sonrisa burlona—. Ya has leído a George Orwell. Algunos animales son más iguales que otros. Supongo que todo dependerá de lo que ocurra esta noche. Si lo conseguimos, seremos héroes. Y si no…

—¿No estás nervioso?

—Puedes jurarlo. Al principio me sentiré solo… Sin amigos, sin familia, aparte de que no hablo ruso. Pero a lo mejor me caso y me dedico a criar pequeños camaradas. —Sus cínicas respuestas trataban de ocultar una profunda ansiedad—. Hace mucho tiempo que decidí sacrificar mi vida personal para obtener algo más importante.

—Yo tomé esa misma decisión, pero reconozco que me asustaría la perspectiva de marcharme a Moscú.

—No tendrás necesidad de hacerlo.

—No. Me quieren aquí a toda costa.

Era evidente que Elspeth había hablado con su controlador, fuera quien fuese. Anthony comprendía perfectamente la decisión de dejarla en Estados Unidos. Durante los últimos cuatro años, los científicos rusos lo habían sabido todo sobre el programa espacial norteamericano. A sus manos llegaban todos los informes importantes, todos los resultados de las pruebas, todos los planos diseñados por la Agencia de Misiles Balísticos del ejército… gracias a Elspeth. Era como tener al equipo de Redstone trabajando para el programa soviético. Elspeth había hecho posible que los soviéticos vencieran a los estadounidenses en el espacio. Era, con diferencia, el espía más importante de la guerra fría.

Su trabajo le había costado enormes sacrificios personales, como bien sabía Anthony. Se había casado con Luke para poder informar sobre el programa espacial, aunque su amor por él era auténtico y traicionarlo le había destrozado el corazón. Sin embargo, el resultado era la victoria soviética en la carrera espacial, que convertirían en apabullante esa misma noche. Eso la compensaría de todos los sacrificios.

Sus propios triunfos sólo palidecían ante los de Elspeth. Como agente soviético, se había enquistado en los niveles más altos de la CIA. El túnel de Berlín, que había permitido intervenir las comunicaciones soviéticas bajo la supervisión de Anthony, había sido en realidad un canal de desinformación. La KGB lo había utilizado para conseguir que la CIA gastara millones en mantener bajo vigilancia a individuos que ni siquiera eran espías, infiltrarse en organizaciones que nunca habían sido comunistas y desacreditar a políticos del Tercer Mundo que en realidad eran pronorteamericanos. Cuando se sintiera solo en su piso de Moscú, estaba seguro de que el recuerdo de lo mucho que había conseguido le serviría de lenitivo.

Entre las palmeras que flanqueaban la carretera, vio una enorme maqueta de cohete espacial sobre un letrero que rezaba: «Motel Starlite». Elspeth redujo la velocidad y entró en el aparcamiento. La oficina era un edificio bajo con contrafuertes angulares que le daban un aspecto futurista. Elspeth estacionó tan lejos de la carretera como pudo. Las habitaciones estaban en un edificio de dos plantas que rodeaba una gran piscina, junto a la que un puñado de pájaros madrugadores tomaban el sol. Más allá de la piscina, Anthony pudo ver la playa.

A pesar de las seguridades que había dado a Elspeth, prefería dejarse ver lo menos posible, así que se bajó el ala del sombrero y se apresuró a recorrer la distancia que separaba el coche del cuarto de Elspeth.

El motel explotaba al máximo la conexión con el programa espacial. Las lámparas tenían forma de cohete y las paredes estaban decoradas con delirantes imágenes de planetas y estrellas. De pie junto a la ventana, Theo miraba hacia el océano. Elspeth los presentó y pidió café y donuts al servicio de habitaciones.

—¿Cómo me descubrió Luke? —preguntó Theo a Anthony—. ¿Tiene alguna idea?

Anthony asintió.

—Luke estaba haciendo fotocopias en el hangar R. Junto a la fotocopiadora hay un libro de registro de seguridad. Hay que escribir la fecha, la hora, el número de fotocopias que se hacen y firmar. Luke advirtió que había un grupo de doce fotocopias firmadas por «WvB», es decir, Wernher von Braun.

—Siempre he usado el nombre de Von Braun —intervino Elspeth—, porque nadie se atrevería a pedirle cuenta al jefe de las fotocopias que hace.

—Pero Luke sabía algo que Elspeth y todos los demás ignoraban —prosiguió Anthony—. Ese día von Braun estaba en Washington. Luke intuyó que aquello podía ser grave. Fue a la sala del correo y encontró las fotocopias en un sobre dirigido a usted. Pero no tenía forma de averiguar quién las enviaba. Decidió que no podía fiarse de nadie en Cabo Cañaveral, y voló a Washington. Por suerte, Elspeth me llamó y pude interceptarlo antes de que se lo contara a alguien.

—Y ahora estamos donde estábamos el lunes —dijo Elspeth—. Luke ha vuelto a descubrir lo que le hicimos olvidar.

—¿Qué crees que hará ahora el ejército? —le preguntó Anthony.

—Podrían lanzar el cohete con el dispositivo de autodestrucción inutilizado. Pero si se descubriera que habían hecho tal cosa, se armaría tal escándalo que el éxito del lanzamiento les saldría caro. Mi hipótesis es que cambiarán el código, de forma que haga falta una señal diferente para provocar la explosión.

—¿Y cómo lo harán?

—No lo sé.

Se oyó llamar a la puerta. Anthony se puso en tensión, pero Elspeth lo tranquilizó:

—He pedido café.

Theo se metió en el cuarto de baño. Anthony se volvió de espaldas a la puerta. Para fingir naturalidad, abrió el armario e hizo como si estuviera buscando entre la ropa. Había un traje de Luke, un conjunto ligero de punto de espina gris, y un montón de camisas azules. En lugar de dejar entrar al camarero, Elspeth firmó la cuenta en el umbral; luego, le dio propina, cogió la bandeja y cerró la puerta.

Theo salió del baño y Anthony volvió a sentarse.

—¿Qué podemos hacer? —dijo Anthony—. Si cambian el código, no podremos hacer estallar el cohete.

Elspeth dejó la bandeja.

—Tengo que averiguar qué planes tienen, e idear algo a propósito. —Recogió su bolso y se echó la chaqueta por los hombros—. Compra un coche. Ve a la playa en cuanto se haga de noche. Aparca tan cerca como puedas de la valla de Cabo Cañaveral. Nos encontraremos allí. Tomaos el café —dijo, y salió.

—Confíe en ella —dijo Theo al cabo de un momento—, tiene nervios de acero.

Anthony asintió.

—Falta le harán.