Cuatro antenas flexibles que sobresalen del cilindro del satélite transmiten señales de radio a estaciones receptoras de todo el globo. El Explorer emitirá en una frecuencia de 108 MHz.
Anthony tenía que marcharse de Alabama. Ahora la acción estaba en Florida. Todo aquello por lo que había trabajado durante veinte años se decidiría en Cabo Cañaveral en las próximas veinticuatro horas, y él tenía que estar allí.
El aeropuerto de Huntsville seguía abierto y el resplandor de los focos bañaba la pista. Eso significaba que al menos quedaba un avión por despegar o aterrizar esa noche. Aparcó el Ford del ejército en el arcén de la carretera, frente al edificio de la terminal, detrás de una limusina y un par de taxis. El lugar parecía desierto. Sin molestarse en cerrar el coche con llave, se apresuró a entrar al edificio.
El vestíbulo estaba tranquilo, aunque no vacío. Sentada detrás del mostrador de un línea aérea, una joven escribía en un registro, mientras dos mujeres negras vestidas con monos fregaban el suelo. Tres hombres esperaban de pie, uno con uniforme de chofer y los otros dos con las ropas arrugadas y las gorras con visera de los taxistas. Pete estaba sentado en un banco.
Anthony tenía que librarse de él, por el bien del propio chico. Billie y Marigold habían presenciado el incidente del edificio de Ingeniería, y una u otra no tardaría en informar de lo ocurrido. El ejército pediría explicaciones a la CIA. George Cooperman había dejado bien claro que no podía seguir protegiéndolo. Anthony no podía fingir por más tiempo que llevaba a cabo una misión encomendada por la Agencia. Las cartas estaban sobre la mesa; más valía que Pete volviera a casa antes de que saliera mal parado. Pete debía de estar aburrido después de doce horas de espera en el aeropuerto, pero cuando se puso en pie de un salto parecía más bien nervioso y tenso.
—¡Por fin! —exclamó.
—¿Qué vuelo queda por despegar? —le preguntó Anthony sin más preámbulos.
—Ninguno. Tiene que llegar el último avión, de Washington, pero no saldrá nada hasta las siete de la mañana.
—Mierda… Necesito llegar a Florida.
—Hay un vuelo MATS que despega de Redstone a las cinco treinta con destino a la base de las fuerzas aéreas en Patrick, cerca de Cabo Cañaveral.
—Tendré que conformarme con eso.
Pete parecía apurado. Como si le costara esfuerzo hablar, dijo:
—No puedes ir a Florida.
Así que por eso estaba tan tenso.
—¿Y eso? —replicó Anthony como si tal cosa.
—He hablado con Washington. Se ha puesto el propio Carl Hobart. Tenemos que volver… sin discusión, según sus propias palabras. Está claro que es una orden.
Anthony sintió que lo ahogaba la rabia, pero hizo como si tan sólo sintiera frustración.
—Esos gilipollas… —masculló—. ¡No se puede llevar una operación de campo desde los despachos!
Pete no parecía impresionado.
—El señor Hobart dice que tenemos que aceptar que aquí ya no hay ninguna operación. El ejército se hará cargo del asunto de ahora en adelante.
—No podemos permitirlo. Los de seguridad del ejército no saben dónde tienen la mano derecha.
—Ya, pero no creo que tengamos elección, Anthony.
Anthony procuró respirar con calma. Tarde o temprano, tenía que ocurrir. La CIA aún no lo creía un agente doble, pero sabían que se había salido de madre, y querían apartarlo de la acción tan discretamente como fuera posible.
No obstante, Anthony se había esmerado en cultivar la lealtad de sus hombres durante años, y estaba seguro de conservar parte de su crédito.
—Vamos a hacer lo siguiente —dijo a Pete—. Tú te vuelves a Washington. Diles que me he negado a obedecer las órdenes. Tú no tienes nada que ver… A partir de ahora es responsabilidad mía.
Anthony iba a dar media vuelta, como si contara con la conformidad de Pete.
—Está bien —aceptó Pete—. Suponía que dirías algo semejante. Y no pueden esperar que te secuestre.
—Eso mismo —dijo Anthony procurando disimular su alivio al ver que Pete no le contradecía.
—Pero hay algo más —repuso Pete.
Anthony se volvió hacia él, incapaz de ocultar su irritación por más tiempo.
—¿Como qué?
Pete enrojeció, y el antojo se le puso púrpura.
—Me han ordenado que les lleve tu arma.
Anthony empezaba a temer que no podría escabullir el bulto con facilidad. No estaba dispuesto a entregar su arma bajo ningún concepto. Obligándose a sonreír, replicó:
—Les dices que me he negado a dártela.
—Lo siento, Anthony, no sabes lo que me cuesta hacer esto. Pero el señor Hobart fue tajante. Si no me la entregas, tendré que llamar a la policía.
En ese momento Anthony comprendió que tendría que matar a Pete.
Durante unos instantes se sintió presa del desaliento. A qué profundas traiciones se veía arrastrado… Apenas podía creer que aquella fuera la consecuencia lógica de su compromiso, adquirido hacía dos décadas, de dedicar la vida a una noble causa. Luego, una calma mortal se instaló en su ánimo. Había aprendido a tomar decisiones difíciles durante la guerra. Esta era una guerra distinta, pero con idénticos imperativos. Una vez en ella, había que vencer, costara lo que costase.
—En este caso, supongo que se acabó —dijo, y soltó un suspiro que no tenía nada de fingido—. Me parece una decisión estúpida, pero creo haber hecho todo lo que estaba en mi mano.
Pete no intentó ocultar su alivio.
—Gracias —dijo—. No sabes cómo me alegra que lo entiendas y te lo tomes así.
—No te preocupes. No puedo reprochártelo. Comprendo que tienes que cumplir una orden directa de Hobart.
El rostro de Pete adquirió una expresión decidida.
—Entonces, ¿te importa entregarme el arma ahora?
—Cómo no. —Llevaba la pistola en el bolsillo del abrigo, pero dijo—: La tengo en el maletero. —Quería que Pete lo acompañara al coche, pero fingió lo contrario—. Tú espera aquí; yo iré a buscarla.
Como había esperado, Pete temió que intentara escapar.
—Voy contigo —dijo el joven atropelladamente.
Anthony hizo como que dudaba, para aceptar enseguida.
—Como quieras.
Salió al exterior con Pete pisándole los talones. El coche estaba junto al bordillo de la acera, a treinta metros de la entrada del aeropuerto. No se veía un alma.
Anthony pulsó la cerradura de la puerta del maletero y este se abrió.
—Sírvete tú mismo —lo animó.
Pete se inclinó para mirar en el interior del maletero.
Anthony deslizó la mano al interior del abrigo y sacó la pistola, que seguía teniendo puesto el silenciador. Por un momento, sintió la absurda tentación de llevársela a la boca y apretar el gatillo para poner fin a aquella pesadilla.
El instante de vacilación fue un error crucial.
—No veo ninguna pistola —dijo Pete, y se volvió.
Fue rápido de reflejos. Antes de que Anthony pudiera levantar el arma con el aparatoso silenciador, Pete se apartó de la línea de tiro y lanzó un tremendo puñetazo. El golpe alcanzó a Anthony en un lado de la cabeza y le hizo vacilar. Pete soltó el otro puño, que le acertó de lleno en la mandíbula y le hizo retroceder y perder el equilibrio; pero, al tiempo que daba con sus huesos en el suelo, Anthony levantó la pistola. Pete comprendió lo que estaba a punto de suceder. El miedo le contrajo el rostro, y levantó las manos como si pudieran protegerlo de la bala. En ese mismo instante, Anthony apretó el gatillo tres veces en rápida sucesión.
Los tres proyectiles alcanzaron el pecho de Pete, que empezó a sangrar por tres agujeros abiertos en su traje de mohair gris. Se desplomó sobre el asfalto con un ruido seco.
Anthony se levantó a duras penas y se guardó la pistola en el bolsillo. Miró a su alrededor. Nadie se acercaba al aeropuerto ni había salido del edificio. Se inclinó sobre el cuerpo de Pete. Pete lo miró. Seguía vivo.
Aguantándose las ganas de vomitar, Anthony levantó el cuerpo ensangrentado y lo metió en el maletero abierto. Volvió a sacar la pistola. Desde el fondo del maletero, retorciéndose de dolor, Pete lo miraba con ojos desorbitados por el terror. Las heridas en el tórax no siempre eran fatales: Pete habría podido sobrevivir si hubiera ingresado de inmediato en un hospital. Anthony le apuntó a la cabeza. Pete intentó hablar, pero de su boca sólo salió sangre. Anthony apretó el gatillo.
Pete dejó de agitarse y entornó los ojos.
Anthony cerró el maletero de golpe y se derrumbó encima. Severamente vapuleado por segunda vez ese día, sintió que le fallaban las piernas y la cabeza le daba vueltas; pero el dolor físico no era nada comparado con la conciencia de lo que acababa de hacer.
—¿Se encuentra bien, amigo? —oyó decir a sus espaldas.
Anthony se irguió al tiempo que escondía la pistola en el abrigo, y se dio la vuelta. Un taxi acababa de detenerse detrás del Ford y el conductor, un hombre negro de pelo entrecano, se le acercaba con cara de preocupación.
¿Habría visto algo? Anthony no estaba seguro de que le quedara estómago para matar también a aquel desconocido.
—Esa cosa que estaba metiendo en el maletero debía de pesar un montón —dijo el taxista.
—Era una alfombra —resolló Anthony.
El hombre lo miraba con la desinhibida curiosidad de quienes viven en ciudades pequeñas.
—¿Le han puesto un ojo morado? Vaya, ¿los dos?
—Un pequeño accidente.
—Acompáñeme adentro. Tómese una taza de café, o lo que quiera.
—No, gracias. Estoy bien.
—Como guste —dijo el taxista, y caminó despacio hacia la terminal.
Anthony entró en el coche y se alejó del aeropuerto.