23:00 HORAS

El codificador telemétrico usa materiales con bucle de histéresis para establecer una serie de parámetros de potencia de entrada a partir de los instrumentos del satélite.

Elspeth no salía de su asombro. Habían suspendido el lanzamiento segundos antes de la ignición. Había estado tan cerca del éxito… El triunfo de su vida había estado al alcance de su mano, y se le había escurrido entre los dedos.

No estaba en el búnquer, reservado al personal clave, sino en el techo plano de un edificio de administración, con una pequeña muchedumbre de secretarias y oficinistas, observando la iluminada plataforma de lanzamiento con unos prismáticos. La noche de Florida era cálida, y el aire marino estaba saturado de humedad. Los temores habían ido en aumento a medida que transcurrían los minutos y el cohete permanecía en tierra; al fin, cuando los técnicos, enfundados en monos, desfilaron fuera de los refugios e iniciaron el complejo proceso de desactivar todos los sistemas, se alzó un murmullo unánime de decepción. La confirmación definitiva se produjo cuando la torre de servicio avanzó lentamente sobre sus raíles para volver a estrechar al cohete blanco en sus brazos de acero.

Elspeth apenas podía disimular su frustración. ¿Qué demonios había fallado?

Dejó a sus compañeros sin decir palabra y recorrió la distancia que la separaba del hangar R al paso largo y resuelto de sus esbeltas piernas. Cuando llegó a la oficina, el teléfono estaba sonando. Descolgó el auricular con violencia.

—¿Sí?

—¿Qué está pasando? —Era la voz de Anthony.

—Han suspendido el lanzamiento. No sé el motivo… ¿Y tú?

—Luke ha encontrado los planos. Debe de haberlos llamado.

—¿No has podido impedírselo?

—Había hincado la rodilla, literalmente, pero ha aparecido Billie, armada.

Elspeth sintió un nudo en la boca del estómago al pensar en Luke a merced de Anthony. Que fuera Billie quien se había interpuesto sólo emperoraba las cosas.

—¿Está bien Luke?

—Sí… y yo también. Pero el nombre de Theo figura en esos documentos, ¿lo recuerdas?

—¡Mierda!

—Ya deben de haber salido en su busca. Tienes que encontrarlo antes que ellos.

—Déjame pensar… está en la playa… Puedo llegar en diez minutos… Conozco su coche, es un Hudson Hornet…

—Entonces, ¿a qué esperas?

Elspeth colgó el auricular y salió del edificio a toda prisa.

Atravesó el aparcamiento a la carrera y subió al coche. Su Bel Air blanco era convertible, pero dejó la capota puesta y las ventanillas bien cerradas para protegerse de los mosquitos que infestaban el cabo. Aceleró hasta la entrada de la base y la cruzó con un simple saludo de la mano: la seguridad era estricta para las entradas, pero no para las salidas. Se dirigió hacia el sur.

No había carretera a la playa. Desde la general, un puñado de estrechos caminos de tierra serpenteaban entre las dunas hasta la orilla. Cogería el primero y seguiría por la playa hacia el sur. De esa forma tendría la certeza de encontrar el coche de Theo. Escrutaba los matojos que flanqueaban la carretera intentando distinguir el sendero a la luz de los faros del coche. A pesar de que el tiempo se le echaba encima, tenía que avanzar despacio por miedo a pasar de largo. De pronto, vio surgir un coche.

Lo seguía otro, y otro… Elspeth accionó el intermitente izquierdo y redujo la velocidad. El flujo de vehículos procedente de la playa era constante. Los curiosos, comprendiendo que se había suspendido el lanzamiento —sin duda, también ellos habían observado con sus prismáticos el regreso de la torre de servicio a su posición—, empezaban a regresar a casa.

Siguió esperando para torcer a la izquierda. Por desgracia, el camino era demasiado estrecho para permitir la circulación en ambos sentidos. Otro coche se pegó a la cola del Bel Air y el conductor empezó a tocar el claxon destempladamente. Elspeth soltó un bufido, exasperada al ver que no podría llegar a la playa por allí. Apagó el intermitente y pisó a fondo el acelerador.

No tardó en llegar a otra encrucijada, pero el panorama era idéntico: una línea continua de vehículos saliendo de un camino demasiado estrecho para que pasaran dos coches.

—¡Mierda! —exclamó.

Había empezado a sudar, a pesar de tener puesto el aire acondicionado. No había la menor posibilidad de llegar a la playa. Tendría que pensar otra cosa. ¿Y si aguardaba en el arcén con la esperanza de ver pasar el coche de Theo? Era demasiado arriesgado. ¿Qué haría Theo cuando dejara la playa? Lo mejor era ir al motel y esperarlo allí.

Apretó el acelerador, y el Bel Air fue tragando kilómetros en medio de la noche. Se preguntó si el coronel Hide y la policía militar habrían llegado al Motel Vanguard. Puede que, antes de nada, hubieran avisado a la policía y al FBI. Necesitaban una orden judicial para detener a Theo, se dijo Elspeth, aunque las fuerzas del orden sabían cómo apañárselas para sortear semejantes obstáculos. Fuera como fuese, tardarían algún tiempo en ponerse de acuerdo. Si se daba prisa, aún podía ganarles por la mano.

El Vanguard estaba en un pequeña zona comercial que se extendía a lo largo de la carretera, entre una gasolinera y una tienda de cebos y aparejos de pesca. Tenía un amplio aparcamiento en la parte de delante. No se veía rastro de la policía o el ejército; había llegado a tiempo. Pero el coche de Theo tampoco estaba. Aparcó cerca de la oficina del motel, donde estaba segura de ver a cualquiera que entrara o saliera, y apagó el motor.

Apenas tuvo que esperar. El Hudson Hornet amarillo y marrón entró en el aparcamiento al cabo de un par de minutos y estacionó en una plaza del extremo más alejado, cerca de la carretera. Theo, un individuo bajo de pelo ralo, abrió la puerta y apareció vestido con pantalones anchos y camisa de playa.

Elspeth bajó del Bel Air.

Abrió la boca para llamarlo a través de aparcamiento, cuando vio llegar un par de coches patrulla. Se quedó petrificada.

Los vehículos pertenecían a la oficina del sheriff del condado de Cocoa. Entraron en el aparcamiento a toda velocidad, pero con las luces y las sirenas apagadas. Los seguían dos coches sin distintivos. Se quedaron atravesados en la entrada para impedir la salida de otros vehículos.

Theo no se percató de inmediato. Empezó a cruzar el aparcamiento en dirección a Elspeth y a la oficina del motel. Elspeth comprendió en un instante lo que tenía que hacer, pero también que requeriría nervios de acero. «Mantén la calma», se dijo. Respiró hondo y echó a andar hacia el hombre.

Cuando estuvieron cerca, Theo la reconoció y a continuación empezó a vocear:

—¿Qué coño ha pasado? ¿Han suspendido el lanzamiento?

—Dame las llaves de tu coche —le susurró Elspeth alargando la mano.

—¿Para qué?

—Mira detrás de ti.

Theo echó un vistazo por encima del hombro y vio los coches de la policía.

—Mierda, ¿qué buscan? —farfulló, asustado.

—A ti. No pierdas los nervios. Dame las llaves.

Theo las dejó caer en la palma extendida de Elspeth.

—Sigue andando —le dijo ella—. El maletero de mi coche está abierto. Métete en él.

—¿En el maletero?

—¡Sí! —dijo Elspeth, y se alejó del hombre.

Reconoció al coronel Hide y otro rostro que le era vagamente familiar de Cabo Cañaveral. Los acompañaban cuatro policías del condado y dos jóvenes altos y trajeados que parecían agentes del FBI. Ninguno miraba en su dirección. Formaron un corro alrededor de Hide. A pesar de la distancia, Elspeth oyó decir al coronel:

—Que dos hombres comprueben las matrículas de los coches mientras los demás entramos.

Elspeth llegó al coche de Theo y abrió el maletero. En el interior estaba la maleta de cuero que contenía el radiotransmisor, tan potente como pesado. No estaba segura de poder transportarlo. Arrastró la maleta hasta el borde del maletero y la pasó por encima. Cayó al suelo con un fuerte ruido seco. Elspeth se apresuró a cerrar el maletero.

Miró a su alrededor. Hide seguía dando instrucciones a los demás. En la otra punta del aparcamiento, vio la puerta del maletero de su coche cerrándose poco a poco, como por voluntad propia. Theo ya estaba dentro. Había resuelto la mitad del problema.

Apretó los dientes, agarró el asa de la maleta y la levantó. Pesaba como si fuera una caja llena de plomo. Anduvo varios pasos esforzándose por sostenerla tanto rato como le fuera posible. Cuando la tensión le entumeció los dedos, la soltó. Volvió a cogerla con la mano izquierda. Consiguió avanzar otros diez metros, hasta que el dolor pudo más que su voluntad, y tuvo que soltarla de nuevo.

A sus espaldas, el coronel Hide y sus hombres cruzaban el aparcamiento en dirección a la oficina del motel. Rezó para que Hide no la mirara a la cara. La oscuridad reducía las posibilidades de que la reconociera. Siempre podía inventarse alguna historia para explicar su presencia allí, pero ¿y si a Hide se le ocurría registrar la maleta?

Volvió a cambiar de lado y agarró el bulto con la mano derecha. Esta vez no consiguió levantarlo. Cambió de táctica y empezó a arrastrarlo por el hormigón rezando para que el ruido no atrajera la atención de los policías.

Por fin, llegó a su coche. Cuando estaba abriendo el maletero, uno de los agentes uniformados se acercó a ella con una sonrisa jovial en el rostro.

—¿La ayudo con eso, señora? —se ofreció educadamente.

Pálido y aterrado, el rostro de Theo la miraba desde el fondo del maletero.

—Ya es mía —respondió Elspeth por la comisura de los labios.

Usando ambas manos, levantó la maleta y la dejó caer en el maletero. Una esquina del bulto golpeó a Theo, que soltó un débil gruñido. Con un rápido movimiento, Elspeth cerró el maletero y se quedó apoyada en él. Tenía la sensación de que los brazos se le iban a desprender del cuerpo de un momento a otro.

Levantó la vista hacia el policía. ¿Habría visto a Theo? El hombre sonreía perplejo.

—Mi padre me enseñó que si era capaz de llenar una maleta tenía que ser capaz de levantarla —dijo ella.

—Es usted una chica fuerte —dijo el policía con una nota de decepción en la voz.

—Gracias de todos modos.

Los otros agentes pasaron de largo en dirección a la oficina del motel. Elspeth tuvo buen cuidado de no cruzar la mirada con Hide. El policía del condado no parecía dispuesto a marcharse.

—¿Deja el motel? —le preguntó.

—Así es.

—¿Viaja sola?

—Efectivamente.

El hombre se inclinó hacia la ventanilla y echó un vistazo al interior del coche. Tras mirar en los asientos de delante y en los de atrás, volvió a erguirse.

—Conduzca con cuidado —dijo, y se alejó.

Elspeth entró en el coche y puso el motor en marcha.

Otros dos policías de uniforme seguían en el aparcamiento ocupados en comprobar los números de las matrículas. Elspeth detuvo el Bel Air junto a uno de ellos.

—¿Van a dejarme pasar, o tendré que quedarme aquí toda la noche? —dijo procurando esbozar una sonrisa amable.

El agente echó un vistazo a la matrícula.

—¿Va sola?

—Sí.

El hombre miró por la ventana hacia el asiento posterior. Elspeth contuvo la respiración.

—De acuerdo —dijo el agente—. Puede marcharse.

Se puso al volante de uno de los coches patrulla y lo apartó.

Elspeth pasó por el hueco, salió a la carretera y pisó a fondo el acelerador.

De pronto sintió que el alivio le aflojaba todos los músculos del cuerpo. Los brazos empezaron a temblarle, y tuvo que parar el coche.

—Dios misericordioso —musitó—. De qué poco me ha ido…