21:30 HORAS

La señal de radio emitida por el transmisor más potente puede ser captada por radioaficionados de todo el mundo. La señal del otro, más débil, sólo por estaciones dotadas de equipo especial.

Anthony estaba en el Arsenal Redstone, sentado en el Ford del ejército, escrutando la oscuridad que lo separaba de la puerta del laboratorio de Computación. Había estacionado a unos doscientos metros, en el aparcamiento del cuartel general.

Dentro del laboratorio, Luke buscaba la carpeta. Anthony sabía que no la iba encontrar allí, como había sabido que no la encontraría en su casa, porque había registrado ambos lugares antes que él. Pero ya no podría seguir adelantándose a sus movimientos. Sólo le quedaba esperar a que Luke decidiera cuál sería su siguiente paso, e intentar no perderle la pista.

No obstante, el tiempo corría a su favor. Cada minuto transcurrido hacía menos peligroso a Luke. Sólo faltaba una hora para el lanzamiento del cohete. ¿Podría Luke arruinarlo todo en una hora? Lo único que sabía Anthony era que en los dos últimos días su viejo amigo había demostrado una y otra vez que era mejor no subestimarlo.

Estaba pensando en ello, cuando se abrió la puerta del laboratorio y, en medio del resplandor amarillento, una figura abandonó el edificio y se dirigió al Chrysler negro aparcado junto al bordillo. Como Anthony había supuesto, llevaba las manos vacías. Luke entró en el coche y se puso en camino.

El corazón de Anthony se aceleró. Puso en marcha el motor, encendió los faros y siguió al Chrysler.

La carretera trazaba una larga recta en dirección sur. Al cabo de poco más de un kilómetro, Luke redujo la velocidad frente a un largo edificio de una sola planta, giró y detuvo el coche en el aparcamiento. Anthony pasó de largo acelerando hacia la noche. Medio kilómetro más adelante, donde Luke no podía verlo, dio media vuelta. Cuando llegó a la altura del edificio, el coche seguía en el mismo sitio, pero Luke había desaparecido.

Anthony entró en el aparcamiento y apagó el motor.

Luke había confiado en encontrar la carpeta en el laboratorio de Computación, donde tenía el despacho. Por eso había pasado tanto rato allí dentro. Había registrado hasta el último archivador de su despacho, antes de hacer lo propio en la oficina principal, donde trabajaban las secretarias. Y no había encontrado nada.

Pero quedaba otra posibilidad. Marigold le había dicho que el lunes había hecho una visita al edificio de Ingeniería. Alguna razón habría tenido. En cualquier caso, era su última esperanza. Si la carpeta no estaba allí, no sabía en qué otro sitio buscar. Y además, cuando acabara en Ingeniería se le habría agotado el tiempo. En unos minutos el cohete despegaría… o sufriría un atentado.

En Ingeniería reinaba un ambiente completamente distinto al del laboratorio. Computación estaba inmaculado, como requerían los enormes ordenadores que calculaban propulsión, velocidad y trayectorias. En comparación, Ingeniería era una cochambre que apestaba a aceite y caucho.

Avanzó por el pasillo a toda prisa. Las paredes estaban pintadas de verde oscuro hasta la altura de un metro y de verde claro por encima. La mayoría de las puertas tenían rótulos que empezaban «Dr.», lo que hacía suponer que eran los despachos de los científicos; pero, para su frustración, en ninguno decía «Dr. Claude Lucas». Probablemente no tenía más que un despacho, pero tal vez dispusiera de al menos un escritorio en aquella dependencia.

El pasillo acababa en una larga sala abierta ocupada por media docena de mesas de acero. En el extremo más alejado, una puerta abierta daba a un laboratorio con bancos de trabajo de granito sobre cajones de metal verde y, más allá, había una gran puerta de dos hojas que parecía dar acceso a un muelle de carga.

A lo largo de la pared de la izquierda había una hilera de taquillas con sendos rótulos para los nombres. En una aparecía el suyo. Quizá hubiera escondido la carpeta allí dentro.

Sacó su llavero y encontró una llave del tamaño adecuado. Entraba, y al hacerla girar abrió la puerta. En el estante superior había un casco de seguridad. Debajo, colgado de una percha, un mono azul. En el suelo de la taquilla, un par de botas negras de goma que parecían de su talla.

Allí, al lado de las botas, había una carpeta del ejército de color beige. Tenía que ser la que estaba buscando.

La carpeta contenía un sobre marrón grande, ya rasgado. Dentro había un puñado de documentos. En cuanto los sacó, se dio cuenta de que eran planos de componentes de cohete.

Con el corazón aporreándole el pecho, se apresuró a llegar a una de las mesas de acero, encendió la lámpara y extendió los planos. Tras unos instantes de rápido examen, supo sin lugar a dudas que los esquemas correspondían al mecanismo de autodestrucción del cohete Júpiter C.

Era aterrador.

Cada cohete disponía de un mecanismo de autodestrucción, de forma que, si perdía el rumbo y se convertía en una amenaza para la vida de las personas, fuera posible explosionarlo en pleno vuelo. Un cordón explosivo Primacord recorría la primera etapa del misil en toda su longitud. Su extremo superior consistía en una cápsula fulminante de la que salían dos cables. Luke podía ver por los dibujos que, si se aplicaba voltaje a aquellos cables, la cápsula prendería el Primacord, que a su vez fracturaría el depósito, haría explotar y dispersarse el combustible y destruiría el cohete.

La explosión se provocaba mediante una señal de radio codificada. Los planos mostraban dos codificadores gemelos, uno para el transmisor terrestre y otro para el receptor del satélite. Uno transformaba la señal de radio en un complejo código; el otro recibía la señal y, si el código era correcto, aplicaba el voltaje a los cables de la cápsula fulminante. Un diagrama aparte, que no era un plano propiamente dicho sino un esbozo hecho a toda prisa, mostraba el exacto cableado de los codificadores, de forma que cualquiera en posesión del diagrama podría reproducir la señal.

Era brillante, hubo de reconocer Luke. Los saboteadores no necesitaban explosivos o temporizadores; podían aprovechar los dispositivos del propio cohete. Tampoco les hacía falta acceder al misil. Una vez dispusieran del código, ni siquiera necesitaban entrar en Cabo Cañaveral. Podían emitir la señal de radio desde un transmisor situado a kilómetros de distancia.

Echó un vistazo al sobre. Iba dirigido al Motel Vanguard, a nombre de un tal Theo Packman. Con toda probabilidad, en esos mismos instantes Packman estaría en algún lugar de playa Cocoa con un radiotransmisor, listo para hacer saltar en pedazos el cohete segundos después del despegue.

Ahora, sin embargo, Luke estaba en disposición de evitarlo. Alzó la vista hacia el reloj eléctrico de la pared. Eran las veintidós quince. Le daba tiempo a llamar a Cabo Cañaveral y conseguir que aplazaran el lanzamiento. Levantó el auricular del teléfono del escritorio.

—Cuelga, Luke —oyó decir a una voz.

Luke se volvió despacio con el auricular en la mano. De pie en el umbral, con su abrigo de pelo de camello, los ojos amoratados y los labios hinchados, Anthony le apuntaba con una pistola con silenciador.

Poco a poco y de mala gana, Luke colgó.

—Ibas en el coche que me seguía —dijo.

—Supuse que tenías demasiada prisa para comprobarlo.

Luke se quedó mirando al hombre al que tan mal había juzgado. ¿Emitía alguna señal de peligro que Luke hubiera debido captar, tenía algún rasgo que hubiera podido alertarlo de que se las había con un traidor? El rostro feo pero atractivo de Anthony sugería considerable fuerza de carácter, pero no duplicidad.

—¿Cuánto hace que trabajas para Moscú? —le preguntó Luke—. ¿Desde la guerra?

—Mucho antes. Desde Harvard.

—¿Por qué?

Anthony torció los labios en una extraña sonrisa.

—Por un mundo mejor.

Había habido una época, Luke lo sabía bien, en que mucha gente sensata había creído en el sistema soviético. Pero también sabía que aquella fe se había ido evaporando ante las realidades de la vida bajo Stalin.

—¿Aún sigues creyendo en todo eso? —le preguntó Luke, asombrado.

—Más o menos. Sigue siendo la mejor opción, a pesar de lo mucho que ha ocurrido.

Tal vez lo fuera. Luke no podía juzgarlo. Pero esa no era la cuestión. Para él, lo difícil de comprender era la traición personal de Anthony.

—Hemos sido amigos durante dos décadas —dijo—. Sin embargo, anoche me disparaste, a mí…

—Sí.

—¿Matarías a tu mejor amigo? ¿Por una causa en la que sólo crees a medias?

—Sí, y tú harías lo mismo. En la guerra, los dos arriesgamos la vida, la nuestra y la de otra gente, porque era nuestro deber.

—No recuerdo que nos mintiéramos, y mucho menos que nos disparáramos el uno al otro.

—Lo hubiéramos hecho, en caso necesario.

—No estoy de acuerdo.

—Escucha. Si no te mato ahora, intentarás evitar que escape, ¿verdad?

Luke tenía miedo, pero la rabia le impidió mentir.

—Sí, maldita sea.

—Aunque sabes que si me cogen acabaré en la silla eléctrica…

—Supongo que… sí.

—Entonces tú también estás dispuesto a matar a un amigo.

Luke se quedó mudo. ¿Acaso estaba hecho de la misma pasta que Anthony?

—Puede que te llevara ante la justicia. Eso no es lo mismo que asesinar.

—Sin embargo, el resultado sería el mismo: estaría igual de muerto.

Luke asintió despacio.

—Sí, supongo que tienes razón.

Anthony levantó la pistola y le apuntó directo al corazón con pulso firme.

Luke se arrojó bajo la mesa de acero.

El silenciador emitió un chasquido, y la bala hizo sonar el tablero de la mesa. Era un mueble barato, pero, aunque fino, el acero fue suficiente para desviar el proyectil.

Luke rodó bajo la mesa. Supuso que Anthony habría echado a correr para mejorar su línea de tiro y dispararle de nuevo. Se acuclilló de forma que su espalda quedara pegada a la parte inferior del tablero y, agarrando las dos patas de un lado y empujando con fuerza, se puso en pie. La mesa quedó apoyada de canto y se inclinó hacia delante. Al tiempo que caía, Luke corrió a ciegas confiando en embestir a Anthony. La mesa chocó contra el suelo.

Pero Anthony no estaba tras ella.

Luke tropezó y se precipitó hacia la mesa volcada. Cayó sobre manos y rodillas y se golpeó la cabeza contra una de las patas metálicas. Tras rodar sobre un costado, se incorporó, atontado y dolorido. Al levantar la vista, vio ante sí a Anthony, enmarcado por la puerta del laboratorio, con las piernas bien separadas y la pistola aferrada con ambas manos, apuntándole. Había esquivado la carga a la desesperada de Luke y se había colocado a su espalda. En esos momentos, Luke era el blanco perfecto. Estaba a un segundo del final de sus días.

De improviso, se oyó una voz:

—¡Anthony! ¡Quieto!

Era Billie.

Anthony, petrificado, siguió apuntando a Luke. Este volvió despacio la cabeza y miró a su espalda. Junto a la puerta, el jersey rojo de Billie destacaba como un fogonazo sobre el verde militar de la pared. La línea roja de sus apretados labios traslucía decisión. Sujetaba la pistola automática con pulso firme, encañonando a Anthony. Tras ella había una mujer negra de mediana edad con el rostro congelado en una expresión de sorpresa y miedo.

—¡Tira la pistola! —gritó Billie.

Luke temía que Anthony le disparara a pesar de todo. Si era un comunista auténticamente convencido, estaría dispuesto a sacrificar su vida. Pero no serviría de nada, porque Billie tendría los planos, que contaban toda la historia.

Poco a poco, Anthony bajó los brazos, pero no soltó el arma.

—¡Suéltala o disparo!

Anthony volvió a esbozar su crispada sonrisa.

—No, no lo harás —dijo—. No me dispararás a sangre fría.

Con el arma apuntando al suelo, empezó a retroceder hacia la puerta abierta del laboratorio. Luke se acordó de que allí dentro había otra puerta que parecía comunicar con el exterior.

—¡Alto! —gritó Billie.

—Para ti ningún cohete vale tanto como la vida de un ser humano, aunque sea la de un traidor —dijo Anthony sin dejar de retroceder. Estaba a dos pasos de la puerta.

—¡No me pongas a prueba! —le gritó Billie. Luke la miró preguntándose si sería capaz de disparar. Anthony se volvió y corrió hacia la puerta. Billie no disparó.

En el laboratorio, Anthony saltó por encima de un banco de pruebas y se abalanzó sobre la puerta de doble hoja. La abrió de golpe y se perdió en la noche.

Luke se puso en pie de un salto. Billie fue hacia él con los brazos abiertos. Luke levantó la vista hacia el reloj de la pared. Marcaba las veintidós veintinueve. Le quedaba un minuto para avisar a Cabo Cañaveral.

Dio la espalda a Billie y cogió el auricular.