El satélite está equipado con dos diminutos radiotransmisores alimentados por baterías de mercurio no mayores que pilas de linterna. Cada transmisor dispone de cuatro canales de telemetría simultáneos.
Sobre el mueble de la televisión de la sala de estar, había una lámpara de bambú y un marco a juego con una fotografía en color. La imagen mostraba a una pelirroja despampanante en traje de novia de seda marfil. A su lado, en chaqué gris y chaleco amarillo, se veía al propio Luke.
Observó a su mujer en la foto. Hubiera podido pasar por una estrella de cine. Era alta y elegante, y tenía una figura espléndida. Hombre afortunado —se dijo—, el que se lleve a una belleza como esta.
Lo de la casa era otro cantar. Al ver la fachada, con la glicina que trepaba por los pilares del sombreado pórtico, el corazón se le llenó de alegría. Pero el interior estaba lleno de ángulos afilados, superficies brillantes y pintura chillona. Todo estaba demasiado nuevo. De pronto, comprendió que preferiría vivir en una casa donde los estantes rebosaran de libros, el perro se pusiera a dormir en mitad del recibidor, el piano tuviera cercos de café y en medio del camino de acceso hubiera un triciclo patas arriba, que habría que apartar para poder guardar el coche en el garaje.
En aquella casa no había niños. Ni animales. Nunca se rompía o ensuciaba nada. Era como un anuncio de revista femenina, o como el plato de una comedia de la tele. Le producía la sensación de que quienes usaban aquellas habitaciones eran actores.
Empezó a buscar. Una carpeta beige del ejército no podía ser muy difícil de encontrar, a no ser que hubiera sacado los documentos y tirado la carpeta. Se sentó ante el escritorio del despacho —su despacho— y registró los cajones. No encontró nada digno de interés.
Subió a la segunda planta.
Se quedó unos segundos mirando la enorme cama de matrimonio cubierta por una colcha amarilla y azul. Era increíble que compartiera aquella cama todas las noches con la deliciosa criatura de la foto de boda.
Abrió el armario y vio, con sorpresa y placer, el perchero lleno de trajes azul marino y grises, chaquetas sport de tweed, camisas de rayas y de cuadros escoceses, pilas de jerséis y un zapatero lleno de lustrosos zapatos. Hacía más de veinticuatro horas que llevaba aquel traje robado, y le dieron ganas de emplear cinco minutos en ducharse y ponerse su propia ropa. Pero resistió la tentación. No había tiempo que perder.
Registró la casa escrupulosamente. Allí donde miraba, aprendía algo nuevo sobre sí mismo o sobre su mujer. Escuchaban a Glenn Miller y Frank Sinatra, leían a Hemingway y Scott Fitzgerald, bebían whisky Dewar’s, tomaban All-Bran y se lavaban los dientes con Colgate. Elspeth se gastaba un dineral en lencería fina, según descubrió al registrar el ropero de su mujer. Él sentía debilidad por los helados, porque el frigorífico estaba lleno, y Elspeth tenía una cintura tan estrecha que era imposible que comiera mucho de nada.
Al cabo de un buen rato, se dio por vencido.
En un cajón de la cocina encontró las llaves del Chrysler que había visto en el garaje. Iría en él hasta la base y proseguiría su búsqueda allí.
Antes de marcharse, cogió el correo del recibidor y echó un vistazo a los sobres. Todo parecía completamente impersonal, facturas y cosas por el estilo. Desesperado por hallar una pista, rasgó los sobres y leyó todas las cartas.
Una era de un médico de Atlanta. Empezaba así:
Querida señora Lucas:
Efectuado su examen de rutina, he recibido del laboratorio los resultados de los análisis de sangre, y me complace comunicarle que son normales.
Sin embargo…
Luke interrumpió la lectura. Algo le decía que no tenía por costumbre leer la correspondencia ajena. No obstante, la carta iba dirigida a su mujer, y aquel «sin embargo» era inquietante. Puede que Elspeth tuviera algún problema de salud del que, en tanto que marido, debiera enterarse de inmediato.
Leyó el siguiente párrafo:
Sin embargo, está usted por debajo de su peso, padece insomnio y cuando vino a mi consulta era evidente que había estado llorando, a pesar de que según usted todo iba bien. Parecen síntomas de depresión.
Luke frunció el entrecejo. Aquello era preocupante. ¿Por qué sufría depresiones? ¿Qué clase de marido era él?
La depresión puede aparecer a consecuencia de cambios en la química corporal, de conflictos mentales pendientes de resolución, tales como problemas de pareja, o debido a traumas infantiles como la muerte temprana de uno de los progenitores. El tratamiento puede consistir en medicación antidepresiva y/o terapia psiquiátrica.
La cosa iba de mal en peor. ¿Tendría Elspeth una enfermedad mental?
En su caso, no me cabe duda de que su estado guarda relación con la ligadura de trompas a que se sometió en 1954.
¿Qué era una ligadura de trompas? Luke se dirigió a su despacho, encendió la lámpara del escritorio, sacó El médico en casa y se puso a buscar. La definición lo dejó de una pieza. Era el método de esterilización más practicado a las mujeres que no deseaban tener hijos.
Se dejó caer en la silla y puso la enciclopedia sobre el escritorio. Leyendo los detalles de la operación, comprendió que a eso se referían las mujeres cuando hablaban de «hacerse atar los tubos».
Recordó su conversación de aquella misma mañana con Elspeth. Le había preguntado por qué no podían tener hijos. Ella había contestado: «No lo sabemos. Llevamos intentándolo desde que nos casamos. El año pasado fuiste a un especialista en fertilidad, pero no te encontró nada anormal. Hace unas semanas, me vio una ginecóloga en Atlanta. Me hizo unas pruebas. Estamos esperando los resultados».
Una sarta de mentiras. Ella sabía perfectamente bien por qué no podían tener hijos: la habían esterilizado.
Cierto, había ido a un médico en Atlanta, pero no para hacerse pruebas de fertilidad; le habían hecho una simple revisión de rutina.
Luke se sintió dolido. Era un engaño tremendo. ¿Por qué le había mentido? Leyó el siguiente párrafo:
Una intervención así puede ocasionar depresiones a cualquier edad, pero en su caso, al someterse a ella seis semanas antes de su boda…
Luke se quedó boquiabierto. Allí había algo terriblemente extraño. El engaño de Elspeth había comenzado poco antes de que se casaran.
¿Cómo se las había arreglado? Luke no podía recordarlo, por supuesto, pero sí imaginárselo. Elspeth le habría dicho que se trataba de una intervención sin importancia. Puede que incluso hubiera aludido vagamente a que era «cosa de mujeres».
Leyó todo el párrafo:
Una intervención así puede ocasionar depresiones a cualquier edad, pero en su caso, al someterse a ella seis semanas antes de su boda, era casi inevitable, y hubiera usted debido acudir a su médico para consultas regulares.
La cólera de Luke fue disminuyendo a medida que comprendía cuánto debía de haber sufrido Elspeth. Volvió a leer más arriba: «Está usted por debajo de su peso, padece insomnio y cuando vino a mi consulta era evidente que había estado llorando, a pesar de que según usted todo iba bien». Se había impuesto una especie de calvario personal. Pero la lástima que le inspiraba no cambiaba el hecho de que su matrimonio había sido una mentira. Pensando en la casa que acababa de poner patas arriba, comprendió por qué no le producía la sensación de ser su hogar. Se sentía cómodo en el pequeño despacho, y había tenido una impresión de agradable familiaridad al abrir su armario, pero el resto de la casa ofrecía una imagen de vida conyugal que le era ajena. Le traían sin cuidado los aparatos de cocina y el mobiliario elegantemente moderno. Hubiera preferido alfombras viejas y recuerdos de familia. Por encima de todo, deseaba hijos… Pero hijos era justo lo que ella le había negado deliberadamente. Y le había tenido engañado durante cuatro años.
La conmoción le dejó paralizado. Siguió sentado ante el escritorio, mirando fijamente por la ventana mientras la tarde caía sobre las pacanas del patio trasero. ¿Cómo había permitido que su vida se torciera de aquel modo? Reflexionó sobre lo que había averiguado de sí mismo en las últimas treinta y seis horas hablando con Elspeth, Billie, Anthony y Bern. ¿Había perdido el rumbo lenta y gradualmente, como un niño extraviado que cuanto más anda más se aleja de su casa? ¿O había habido un punto de inflexión, un momento en que había tomado una decisión equivocada, una encrucijada en que había errado el camino? ¿Era un hombre débil que había derivado hacia la infelicidad por falta de un objetivo en la vida? ¿O en su carácter había una tara congénita?
Puede que no supiera juzgar a los demás, se dijo. Había permanecido fiel a Anthony, que ahora trataba de matarlo, y se había distanciado de Bern, que había demostrado ser un amigo leal. Había roto con Billie y unido su vida a la de Elspeth; sin embargo, Billie lo había dejado todo para ayudarlo mientras que Elspeth le había hecho vivir en el engaño.
Una enorme polilla chocó contra el cristal de la ventana, y el ruido le sobresaltó y devolvió a la realidad. Se miró el reloj y se alarmó al comprobar que eran las siete pasadas.
Si quería desentrañar el misterio de su vida, tenía que empezar por la carpeta misteriosa. No estaba allí, así que tendría que buscarla en el Arsenal Redstone. Apagaría las luces y cerraría la casa; luego sacaría el Chrysler negro del garaje y se dirigiría a la base.
El tiempo apremiaba. El lanzamiento del cohete estaba programado para las veintidós treinta. Sólo le quedaban tres horas para averiguar si existía un plan de sabotaje. Sin embargo siguió sentado ante el escritorio, mirando fijamente por la ventana hacia el jardín en sombras, mirando sin ver.