15:45 HORAS

Consumida la primera etapa, el misil se desprenderá de ella e iniciará su trayectoria en el vacío, mientras el sistema de control de altitud espacial lo alinea de forma que permanezca exactamente horizontal con respecto a la superficie terrestre.

En Cabo Cañaveral, todo el mundo estaba de mal aire. El Pentágono había ordenado una alerta de seguridad. Al llegar al trabajo por la mañana, impacientes por llevar a cabo las últimas comprobaciones previas al trascendental lanzamiento, todos los miembros del personal se habían visto obligados a hacer cola ante la entrada. Algunos habían permanecido en ella tres horas bajo el sol de Florida. Los depósitos de gasolina se habían agotado, los radiadores se habían sobrecalentado, los sistemas de aire acondicionado habían dejado de funcionar y los motores se habían calado y no había habido manera de volver a ponerlos en marcha. La policía militar había registrado todos los coches, levantando capós, sacando bolsas de golf de los maleteros y quitando las cubiertas a las ruedas de repuesto. Los ánimos se iban encrespando a medida que se abrían maletines, se husmeaban fiambreras y se removía el contenido de los bolsos de las señoras, que iban a parar a una mesa para que los sabuesos del coronel Hide pudieran manosear sus barras de labios, cartas de amor, tampones y aspirinas.

Pero la cosa no quedó ahí. Cuando llegaron a sus laboratorios, despachos y talleres respectivos, se vieron interrumpidos una y otra vez por equipos de agentes de seguridad que registraron sus cajones y archivadores, examinaron el interior de sus osciladores y sus cámaras de vacío, y sacaron las placas de inspección de sus instrumentos. «¡Se supone que intentamos lanzar un maldito cohete!», protestó el personal una y otra vez; pero los de seguridad se limitaron a apretar los dientes y seguir incordiando. A pesar de aquel desbarajuste, el lanzamiento seguía programado para las veintidós treinta.

Elspeth se alegró del barullo. Gracias a él, nadie advertiría que la angustia afectaba a su trabajo. Cometió errores al elaborar el horario y se retrasó con las actualizaciones, pero Willy Fredrickson estaba demasiado ocupado para llamarle la atención. Elspeth no sabía dónde estaba Luke ni si podía seguir confiando en Anthony.

Cuando sonó el teléfono de su escritorio minutos antes de las cuatro, el corazón le dio un vuelco. Se abalanzó sobre el auricular y contestó.

—¿Sí?

—Soy Billie.

—¿Billie? —Era la última persona con quien esperaba hablar—. ¿Dónde estás?

—En Huntsville, intentando localizar a Luke.

—Pero ¿qué hace ahí?

—Ha venido a buscar una carpeta que dejó el lunes.

Elspeth se quedó boquiabierta.

—¿Estuvo en Huntsville el lunes? No tenía ni idea.

—Ni tú ni nadie, aparte de Marigold. Elspeth, ¿entiendes lo que está ocurriendo?

Elspeth soltó una risa desabrida.

—Eso creía… pero ya veo que estaba equivocada.

—Creo que la vida de Luke está en peligro.

—¿Qué te hace pensar tal cosa?

—Anthony le disparó anoche, en Washington.

Elspeth se quedó helada.

—Dios mío, no…

—Es demasiado complicado para explicártelo ahora. Si te llama Luke, ¿le dirás que Anthony está en Huntsville?

Elspeth estaba intentando recuperarse de la impresión.

—Pues… claro, por supuesto que sí.

—Podría salvarle la vida.

—Lo entiendo. Billie… otra cosa.

—Dime.

—¿Cuidarás de Luke, verdad?

Hubo un silencio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Billie—. Cualquiera diría que te vas a morir de la noche a la mañana.

Elspeth no respondió. Un instante después, cortó la comunicación.

Elspeth ahogó un sollozo. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no perder el control. Sus lágrimas no ayudarían a nadie, se dijo con dureza. Al cabo de unos instantes, consiguió calmarse.

Luego marcó el número de su casa en Huntsville.