11:00 HORAS

El plan de vuelo se programa por adelantado. Durante el vuelo, las señales transmitidas por telémetro al ordenador de a bordo activan el sistema de guía para mantener la trayectoria.

El vuelo MATS a Huntsville estaba lleno de generales. En el Arsenal Redstone no sólo se diseñaban cohetes espaciales. Era el cuartel general del Mando de Misiles Estratégicos del ejército. Anthony, que estaba al corriente de esas cosas, sabía que en la base se desarrollaba y probaba una amplia gama de armas, desde el Red Eye, del tamaño de un bate de béisbol, para uso de la infantería contra la aviación enemiga, hasta el descomunal tierra-tierra Honest John. En aquella base lo que sobraba era galones.

Anthony llevaba gafas de sol para ocultar los moratones de los ojos, gentileza de Billie. El labio le había dejado de sangrar, y el diente partido sólo se le veía cuando hablaba. A pesar de las lesiones, se sentía lleno de energía: estaba a punto de echarle el guante a Luke.

¿Lo mataría a la primera oportunidad? Era tentadoramente simple. Pero le preocupaba no saber con exactitud qué se traía entre manos. Tenía que tomar una decisión. Sin embargo, en el momento de subir a bordo del avión llevaba cuarenta y ocho horas sin cerrar los ojos, y se quedó dormido de inmediato. Soñó que volvía a tener veintiuno, que había hojas nuevas en los esbeltos árboles del campus de Harvard y que una vida llena de gloriosas posibilidades se extendía ante él como una carretera en línea recta. Lo siguiente que supo fue que Pete lo sacudía mientras un cabo abría la puerta del avión, y se despabiló aspirando la cálida brisa de Alabama.

Huntsville tenía aeropuerto civil, pero los vuelos MATS aterrizaban en una pista construida dentro del Arsenal Redstone. El edificio de la terminal era una cabaña de madera y la torre, una estructura de lanzamiento de cohetes con un pequeño puesto de control en el extremo superior.

Anthony meneó la cabeza para despejarse mientras cruzaba una extensión de hierbajos secos. En su pequeña maleta llevaba la pistola, un pasaporte falso y cinco mil dólares en billetes, el equipo de emergencia que lo acompañaba siempre que cogía un avión.

La adrenalina acabó de despertarlo. En cuestión de horas mataría a un hombre, por primera vez después de la guerra. Con sólo pensarlo, se le hizo un nudo en el estómago. ¿Dónde lo haría? Una opción era esperar a Luke en el aeropuerto de Hunstville, seguirlo cuando lo abandonara y acabar con él en algún punto de la carretera. Pero era demasiado arriesgado. Luke podía descubrir que lo seguían y escapar. Nunca volvería a ser un blanco fácil. Si Anthony no extremaba las precauciones, podía escabullírsele por enésima vez.

Lo mejor sería averiguar adonde planeaba ir, llegar antes que él y tenderle una emboscada.

—Voy a hacer averiguaciones a la base —dijo a Pete—. Quiero que vayas al aeropuerto y abras bien los ojos. Si llega Luke, u ocurre cualquier otra cosa, intenta comunicármelo aquí.

Al borde de la pista, un joven con uniforme de teniente sostenía un cartel que rezaba: «Señor Carroll, Departamento de Estado». Anthony le tendió la mano.

—El coronel Hickam le envía saludos, señor —dijo el teniente en tono formal—. Le hemos asignado un coche, siguiendo las instrucciones del Departamento de Estado —añadió, y señaló un Ford verde del ejército.

—Justo lo que necesito —dijo Anthony.

Había llamado a la base antes de subir al avión, fingiendo con desparpajo que cumplía órdenes del director de la CIA, Alan Dulles, y había solicitado la cooperación del ejército para una delicada misión cuyos detalles eran información reservada. La cosa había funcionado: el teniente parecía ansioso por complacerlo.

—El coronel Hickam se sentirá muy honrado si tiene la bondad de visitar su despacho a su propia conveniencia. —El teniente le tendió un plano. La base era enorme, advirtió Anthony. Se extendía un buen puñado de kilómetros hacia el sur, hasta el río Tennessee—. El edificio del cuartel general está señalado en el plano —añadió el militar—. Y hemos recibido un mensaje para usted, pidiéndole que llame al señor Carl Hobart en Washington.

—Gracias, teniente. ¿Dónde tiene el despacho el doctor Lucas?

—En el laboratorio de Computación. —El joven sacó un lapicero e hizo una señal en el plano—. Pero esta semana están todos en Cabo Cañaveral.

—¿Tiene secretaria el doctor Lucas?

—Sí. La señorita Marigold Clark.

Puede que ella estuviera al tanto de los movimientos de Luke.

—Estupendo. Teniente, le presento a mi compañero, Pete Maxell. Necesita desplazarse al aeropuerto civil, y allí esperará un vuelo.

—Será un placer acompañarlo, señor.

—Se lo agradezco. Si necesita ponerse en contacto conmigo aquí en la base, ¿cuál es el mejor modo?

El teniente se volvió hacia Pete.

—Señor, podría dejar el mensaje en la oficina del coronel Hickam, y yo me encargaría de entregárselo al señor Carroll.

—Muy bien —dijo Anthony, impaciente por poner manos a la obra—. Vamos allá.

Subió al Ford, estudió el plano y se puso en camino. Redstone era la típica base del ejército. Carreteras rectilíneas que atravesaban espeso terreno boscoso interrumpido por cuidados rectángulos de césped cortado tan al rape como el pelo de un recluta. Estaba bien señalizada, de modo que Anthony dio fácilmente con el laboratorio de Computación, un edificio de dos pisos en forma de T. Anthony se sorprendió de que necesitaran tanto espacio para hacer cuentas, pero acabó deduciendo que dispondrían de un potente ordenador.

Aparcó ante la entrada y reflexionó unos instantes. La pregunta era sencilla: ¿adónde planeaba ir Luke en Huntsville? Era probable que Marigold lo supiera, pero procuraría proteger a Luke y desconfiaría de un extraño, sobre todo si llevaba los dos ojos morados. Sin embargo, había tenido que quedarse mientras que la mayoría de la gente con la que trabajaba viajaba a Cabo Cañaveral para el gran acontecimiento, así que puede que también se sintiera abandonada y aburrida.

Entró en el edificio. En una oficina exterior había tres pequeños escritorios con sendas máquinas de escribir. Dos estaban vacíos. El tercero, ocupado por una mujer negra de unos cincuenta años que llevaba un vestido de algodón con estampado de margaritas y gafas con montura de piedras artificiales.

—Buenas tardes —saludó Anthony.

La mujer alzó la vista. Anthony se quitó las gafas de sol. La sorpresa agrandó los ojos de la secretaria, que no lo había oído entrar.

—¡Hola! ¿En qué puedo ayudarlo?

Con fingida sinceridad, Anthony respondió:

—Ay, señora, estoy buscando a una mujer que no me zurre la badana.

Marigold se echó a reír.

Anthony acercó una silla y se sentó a un lado del escritorio.

—Soy de la oficina del coronel Hickam —dijo—. Busco a Marigold Clark. ¿Dónde puedo encontrarla?

—Soy yo.

—Venga ya… La señorita Clark que estoy buscando es una mujer adulta. Usted es una adolescente.

—Bueno, deje ya de hacer el payaso… —lo atajó Marigold, pero con una sonrisa de oreja a oreja.

—El doctor Lucas viene para acá… Supongo que lo sabe…

—Me ha llamado esta mañana.

—¿A qué hora lo espera?

—Su avión aterriza a las catorce veintitrés.

Era una información valiosa.

—Así que estará aquí sobre las tres…

—No necesariamente.

Ah.

—¿Por qué no?

La mujer le dio lo que quería.

—El doctor Lucas dijo que iría primero a su casa y luego pasaría por aquí.

Era perfecto. Anthony apenas podía creer en su buena suerte. Luke iría del aeropuerto a su casa directamente. Él podría adelantarse y esperarlo, luego le dispararía en cuanto entrara por la puerta. No habría testigos. Si empleaba el silenciador, nadie oiría el disparo. Anthony dejaría el cuerpo allí mismo y se marcharía en el coche. Con Elspeth en Florida, pasarían días antes de que encontraran el cadáver.

—Gracias —dijo Anthony poniéndose en pie—. Ha sido un placer conocerla —añadió, y salió a la calle antes de que la mujer pudiera preguntarle el nombre.

Volvió al coche y se dirigió hacia el edificio del cuartel general, un largo monolito de tres pisos que parecía una cárcel. Dio con el despacho del coronel Hickam. El coronel había salido, pero un sargento lo hizo pasar a un despacho vacío donde había un teléfono.

Llamó al edificio Q, pero no habló con su jefe, Carl Hobart. En cambio, pidió que le pusieran con el superior de Hobart, George Cooperman.

—¿Qué hay, George? —dijo Anthony.

—¿Le disparaste a alguien anoche? —le espetó Cooperman; su voz de fumador sonaba aún más ronca que de costumbre.

Haciendo un esfuerzo, Anthony adoptó la máscara de bravucón que tanto regocijaba a Cooperman.

—Coño, George, ¿quién te lo ha contado?

—Cierto coronel del Pentágono llamó a Tom Ealy, de la oficina del director, y Ealy se lo contó a Carl Hobart, que tuvo un orgasmo.

—No hay pruebas, recogí todas las balas.

—El dichoso coronel encontró un agujero de unos nueve milímetros de ancho en el jodido muro y dedujo qué lo había producido. ¿Le diste a alguien?

—Desgraciadamente, no.

—Ahora estás en Huntsville, ¿no?

—Eso parece.

—Se supone que tienes que volver inmediatamente.

—Entonces me alegro de no haber mantenido esta conversación contigo.

—Escúchame, Anthony, siempre he tenido contigo toda la manga ancha del mundo porque consigues resultados. Pero no puedo seguir cubriéndote las espaldas en este asunto. A partir de ahora estás solo, compañero.

—Es como mejor me las apaño.

—Buena suerte.

Anthony colgó y se quedó mirando el teléfono. No le quedaba mucho tiempo. Su numerito a lo Billy el Niño empezaba a hacer agua. Estaba en el límite de la insubordinación. Tenía que rematar la faena. Ya.

Llamó a Cabo Cañaveral y pidió que le pusieran con Elspeth.

—¿Has hablado con Luke? —le preguntó.

—Me ha llamado esta mañana, a las seis y media —respondió Elspeth con un temblor en la voz.

—¿Desde dónde?

—No ha querido decirme dónde estaba, ni adonde iba, ni lo que pensaba hacer, porque temía que me hubieran pinchado el teléfono. Pero me ha dicho que tú eres el causante de su amnesia.

—Va camino de Huntsville. Ahora mismo estoy en el Arsenal Redstone. Voy a ir a vuestra casa para esperarlo allí. ¿Podré entrar?

Elspeth le respondió con otra pregunta.

—¿Sigues intentando protegerlo?

—Por supuesto.

—¿No le pasará nada?

—Haré todo lo que esté en mi mano.

Hubo un momento de silencio; luego, Elspeth dijo:

—Hay una llave debajo de la maceta de la buganvilla del patio trasero.

—Gracias.

—Cuida de Luke, ¿vale?

—¡He dicho que haré lo que esté en mi mano!

—A mí no me grites —masculló Elspeth con algo de su habitual genio.

—Cuidaré de él —dijo Anthony, y colgó.

Cuando se levantaba para salir del despacho, sonó el teléfono.

Dudó si cogerlo. Podía ser Hobart. Pero Hobart no sabía que estaba en la oficina del coronel Hickam. Sólo lo sabía Pete… creía.

Levantó el auricular.

Era Pete.

—¡La doctora Josephson está aquí! —dijo.

—Mierda. —Anthony la hacía junto a su hijo—. ¿Ha llegado en avión?

—Sí, debía de ser un vuelo más rápido que el de Lucas. Está sentada en el edificio de la terminal, esperando, según parece.

—A Luke —dijo Anthony, convencido—. Maldita sea. Ha venido a avisarle de que estamos aquí. Tienes que alejarla del aeropuerto.

—¿Cómo?

—Me da igual… ¡Pero aléjala!